Regresando del eclipse, tuvimos que sobrevivir a la única experiencia desagradable de esa jornada: la monumental congestión del miércoles 3, a cuyo lado los “tacos” de las ciudades parecían soportables. Presenciamos una fugaz película de la crisis de la civilización, el desplome de un orden, las mínimas reglas del juego para que las cosas funcionen. Estas desaparecieron por largas horas en la 5 Norte. Se perdía la noción de que un país es una sociedad de iguales ante esas reglas: avanzaban por la berma, creyéndose “vivos”; o en las bencineras, en filas de una hora o más, acudían a la picaresca, simulando grave necesidad o “pana”, comprando bidones para saltarse la fila y premunirse de combustible. Muchos los increparon; no pocos los apoyaban, en medio de los más vulgares epítetos.
Los autores de la literatura picaresca española del siglo XVI se hubieran deleitado coleccionando ejemplos. Llamaba la atención el protagonismo no solo de jóvenes, en los que se puede considerar impetuosidad y rezago de madurez, sino de abuelitos(as) cuya procacidad y reacción irracional —uno esperaba paños fríos de parte suya— ponen una nota de escepticismo al evaluar la convivencia en el país. Una parte de los automovilistas reaccionó contra estos desmadres, pero no el número suficiente como para acariciar esperanza de una reacción desde un cuerpo sano y razonable. En cuanto derrumbe de un orden, fue un aperitivo al lado de lo que sucedió en las provincias más terremoteadas del 27-F de 2010. Como pequeño laboratorio sobre el agrietamiento de la civilización, la angustiosa congestión fue sin embargo fascinante. ¿Qué es lo que falló?
Era la democracia desde la base. Para muchos, esta es propia de una verdadera democracia, aquella de “los de abajo” o “popular”, casi siempre multiplicación de asambleas o asambleísmo —salvo excepciones, una de las experiencias más estériles que me ha tocado vivir— que al final desfallecen en un yermo, o son manipuladas por un cacique o comité central.
Es bueno retornar a un recto entendimiento de esta democracia, que radica precisamente en la capacidad de cada persona adulta de trasladar a la vida cotidiana, allí donde nos encontramos con otros de la misma condición, el criterio y la acción de hacer jugar los intereses propios con los ajenos, con una multitud de estos. En otras palabras, que “mis derechos” delimitan con los de otros, los que jamás serán idénticos. Para que se vivan como referencia natural, no basta la justicia o la policía para que los impongan. Sería insuficiente, ya que supone la noción de que existen legítimos intereses, y que somos capaces de elevarnos desde una definición avara (“son mis derechos”) a una más amplia, y más inteligente, de mayor conveniencia por añadidura. “Base”, así comprendida, es el cimiento mismo de la igualdad posible, y no el rebajamiento de todos a un estado colectivo de demandantes de derechos (que jamás llegarán).
Esta democracia de la base, cuya formación debe comenzar desde la familia, no alcanza a ser toda la democracia. Sin las instituciones y el Estado (división de poderes, elecciones, autodisciplina, etc.), estas prácticas solo tienen significación en clanes de la sociedad arcaica; no alcanzan para la civilización política. A la vez, el sistema político democrático no será más que superestructura inerte, sin esa vida que surge de cada persona en interacción con otras personas, con intereses privados y públicos, ello en un mismo acto. Mientras tanto, habrá que observar con melancolía que la democracia como forma de vida, en lejana semejanza y paráfrasis con el Paraíso, solo es querida cuando se la pierde.