Como se nos señala en el texto “prójimo es el que practicó misericordia” (Lc. 10, 37), no es el herido del camino, como nos habríamos esperado, sino quien va a su encuentro. Esto nos recuerda una característica propia del mismo Dios, que sale a nuestro encuentro en Jesucristo para hacerse prójimo de toda la humanidad.
Con esta clave,
el que se sabe prójimo tiene que percibir quién es ese hermano que espera de su proximidad, de su cercanía transformadora. ¡Prójimo es aquello a lo que cada uno de nosotros está llamado a convertirse! La cuestión que hay que plantearse, por tanto, no es ¿quién es mi prójimo?, sino ¿de quién me puedo hacer prójimo, ahora, aquí? Al mismo tiempo hay que entrar en la “escuela de la proximidad” para aprender a hacernos prójimos de verdad.
En esta lógica, la parábola resulta aún mas provocadora porque
el llamado que nos hace el Señor es a comprender con extraordinario realismo que ser prójimo nos toca a todos y que serlo nos convierte en agentes de la misericordia, en hombres y mujeres impelidos a mostrar en lo concreto que hemos optado por un amor de proximidad que se hace cargo de los hermanos, especialmente de quienes están “botados en el camino”, para ir a su encuentro, para comprometernos vivamente con ellos y para ayudarlos a su reinserción humana y espiritual.
La pregunta que surge naturalmente es cómo nos podemos ejercitar para ser auténticos prójimos de nuestros hermanos, de qué forma hemos de vivir para ser portadores del amor de Dios y “próximos” de quienes nos necesitan.
Para lograr este desafío de ser prójimos hemos de cultivar algunas cualidades. Por ejemplo, para hacernos prójimos hemos de desarrollar progresivamente la capacidad de compadecernos. Lejos de toda indiferencia o de cualquier aproximación meramente pragmática, quien es prójimo cultiva un corazón que se une al que sufre y siente su dolor. Por ello, para quien es prójimo no bastan las soluciones económicas, o las explicaciones sociológicas, sino que aspira a penetrar el corazón del hermano para mostrarle su cercanía y la misericordia de Dios.
También, en este camino de aprendizaje
para ser prójimo hay que desarrollar la capacidad de acercarse y comprometerse vitalmente con quien está sufriendo “vendando sus heridas”. En efecto, porque la compasión no es un sentimiento vago, se requiere un compromiso con acciones, asumiendo las complicaciones propias de la opción tomada. Como dice el texto, “lo llevó a la posada y lo cuidó” (Lc. 10, 34), porque no le bastó al “prójimo” sufrir con el otro, sino que lo quiso aliviar y sanar. Ya lo decía Santa Teresa de Ávila: “obras son amores y no buenas razones”.
Otro aspecto de este aprendizaje es involucrar a otros en esta causa siguiendo el ejemplo del Samaritano, quien le pide al dueño de la posada que cuide del herido (cf. Lc. 10, 35). La proximidad nos exige también comprometer a muchas más personas en esta virtuosa cadena de la misericordia. Sabemos que el hacernos prójimos nos interpela a una reflexión y a una acción que va más allá de nosotros mismos, porque nos exige involucrar a otros en este camino de la compasión.
La parábola del Samaritano, por tanto, resulta ser una provocadora invitación a transformar nuestra mentalidad según la lógica de Cristo, que es la lógica de la caridad:
Dios es amor, y darle culto significa servir a los hermanos con amor sincero y generoso.
“Jesús respondió: ‘Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de unos ladrones (...) Viajaba por el mismo camino un sacerdote quien, al verlo, siguió de largo. Así también llegó un levita y, al verlo, siguió de largo. Pero un samaritano llegó adonde estaba el hombre y se compadeció de él. Le curó las heridas (...) y lo cuidó (...) ¿Cuál de estos tres piensas que demostró ser el prójimo del que cayó en manos de los ladrones?'. ‘El que se compadeció de él', contestó el experto en la ley. ‘Anda y haz tú lo mismo', dijo Jesús”.
(Lc. 10, 30-37)