Los nombres de las cosas que allí había, recopilación de trece relatos de Antonio Skármeta (1940), cubre una carrera que se extiende por más de medio siglo y se enfoca en el género breve, posiblemente el que más prestigio ha otorgado al autor, pese a que su fama resida en sus múltiples y heterogéneas actividades públicas. No hay que olvidar que este prosista ha incursionado en una variedad asombrosa de formas literarias y extraliterarias, tales como la novela, el teatro, el guion, el cine, los programas televisivos, por mencionar las facetas más conocidas de su versátil personalidad. Así, por nombrar un ejemplo,
Ardiente paciencia (1985) pasó a ser
El cartero de Neruda y tras el enorme éxito de la película basada en esa obra se llamó
El cartero a secas. La ordenación de
Los nombres… es más o menos cronológica y alrededor de la mayoría de las anécdotas proviene de los primeros libros de Skármeta, sobre todo
El entusiasmo (1967),
Desnudo en el tejado (1969) y
Tiro libre (1973), que fueron hitos en el momento de su publicación. Para el lector de hoy tal lejanía cronológica se nota, y se nota demasiado: un vocabulario sesentero, con palabras que ya no se usan y muchas personas ni las deben entender; giros idiomáticos enclavados en esa época y que en el presente son voces pasadas de moda; una atmósfera y por tanto una lengua deudora de la cultura norteamericana reflejada en citas o dichos que el escritor hace suyos aunque los acontecimientos transcurran en Quinta Normal, Estación Central o algún barrio de Antofagasta y, muy en especial, un cosmopolitismo verbal que se traduce en chilenismos, argentinismos, mexicanismos, peruanismos y toda clase de localismos, todo lo cual se manifiesta en una suerte de español internacional, quizá muy atractivo para esos años, por más que ahora resulte un sí es no es forzado. Por supuesto, hay superabundancia de garabatos, coloquialismos groseros, repetidas referencias a los órganos genitales, lo que hace un par de generaciones pudo resultar audaz y en la actualidad no molesta a nadie.
La característica fundamental de estas historias es un vitalismo que rindió muy buenos frutos en algunas historias que dieron una merecida fama a Skármeta: “Relaciones públicas”, “Entre todas las cosas lo primero es el mar”, “El ciclista del San Cristóbal”, “Basketball” o “A las arenas”, entre otros títulos, se sitúan claramente en una perspectiva estimulante, vigorosa, enérgica y el estilo alcanza momentos líricos e imaginativos. En este sentido, Skármeta es un innovador en las letras nacionales y está claro que esas y otras narraciones ya han pasado a ser clásicos que se reeditarán y serán antologados indefinidamente. Además, se trata de tramas que rompen con lo que normalmente se entiende por cuento, vale decir, una escritura intensa, reconcentrada, con presentación, nudo y desenlace, tipificada en la contención y el poco desarrollo; en cambio, Skármeta nos entrega lo que entonces se consideró experimentalismo. En
Los nombres… los asuntos en buena medida corresponden a lo que hoy se denomina novela corta; o Skármeta lisa y llanamente renuncia a la concisión para entregarnos extensos estados de ánimo, largos monólogos con puntuación errática o inexistente, dilatados pasajes contemplativos, sin acción ni suspenso. Todo esto, hoy por hoy, carece de originalidad y puede parecer hasta anticuado, pero hace cinco décadas era atrevido, innovador, incluso excitante.
Sin embargo, prácticamente cada uno de estos argumentos presentan ciertos rasgos que, en el presente, pueden parecer debatibles. En primer lugar, prevalece un narcisismo desbocado, sin restricciones, seguramente inconsciente, si bien a estas alturas podría ser irritante. Con excepción de “Hombre con el clavel en la boca”, ambientada en la Lisboa de comienzos de la democracia, todas las demás crónicas están compuestas en primera persona, en un yo sofocante, autorreferente, omnipresente hasta la saciedad: de hecho, hay episodios en que un personaje se llama Antonio y alguien Skármeta. Otro aspecto perturbador es la celebración de la juventud a ultranza, sin matices, de lo cual se deduce que cualquier cosa que hagan los egocéntricos protagonistas es bueno solo porque son muchachos inmaduros. De ahí a la aclamación por cierta forma de virilidad hay un paso y Skármeta lo da cuando numerosos de estos héroes suponen que las primeras relaciones sexuales con sus secuelas equivalen al descubrimiento de América. De hecho ello ocurre en argumentos notables y bastante logrados, como “Balada para un gordo”, “El amante de Teresa Clavel” o “Borges”, bien que los actores sean apenas niños o ya adultos de frentón. Y desde luego, de aquí derivamos al machismo, el sexismo y otros ismos poco recomendables.
Con todo,
Los nombres… constituye una compilación acertada que nos permite volver a encontrarnos con un creador literario que aun cuando elogió la adolescencia perpetua, pertenece a ese grupo de literatos que cambiaron de modo radical la narrativa chilena. La selección, de Juan Villoro, está hecha con tino y explícita admiración. El ejemplar, además, viene con recomendaciones nativas y foráneas que podrían ser hostigosas. Se echan de menos algunos textos —“La Cenicienta en San Francisco”, “Corazón partido”, “Chispas”— pero como no se trata de todos los cuentos de Skámeta, estas omisiones se pueden pasar por alto y
Los nombres… es una compilación que vale la pena.
Los nombres de las cosas que allí había
Antonio Skármeta
Editorial Alfaguara, 2019, 286 páginas, $15.000
CUENTOS