“Don Alberto, es urgente que operemos a la señora Lucrecia, está muy grave”, dice el doctor. “La señora ha decidido encomendar su dolor a Cristo”, contesta la monja que la cuida. “Está decidido, entonces. Lo siento, doctor; le ruego que se vaya”, contesta Alberto García, y el doctor no tiene opción. Se va.
No es, ni de lejos, una de las escenas más importantes o icónicas de “Julio comienza en julio”, pero a cuarenta años de su debut (celebrado esta semana con una función en el Teatro Oriente, el mismo espacio que la estrenó, allá por 1979) bien puede ser la que mejor defina su estatus, en el umbral de la tercera década del siglo XXI: un monolítico juego de frontón, que sus personajes enfrentan y atacan, a sabiendas de que nada cambiará en el tejido social; nada que importe, realmente. La que en su tiempo fue publicitada como la cruda historia de un chico de familia terrateniente cuyo padre organiza una fiesta de quince años en la que por vez primera beberá alcohol, mirará de frente a los adultos y perderá la virginidad, todavía se lee como una clásica historia de iniciación, pero ya no solo sexual sino abiertamente tribal. “Ya no soy tu tío, dime Aurelio a secas”, le dice el hermano de su padre a un Julito García del Castaño que entra a la mansión del poder terrenal por la puerta grande, vestido de frac, con una copa en la mano y un rosario en la otra. Construido con económica precisión por el director Silvio Caiozzi y su guionista Gustavo Frías, el personaje no es un dechado de inocencia —desde el principio la audiencia lo ha visto haciendo maldades por el fundo y distraído mirando grabados de desnudos, en las clases con su tutor, el profesor Maturana—, pero claramente se le ve algo incómodo y fuera de lugar mientras su padre y sus invitados festejan con él a puertas cerradas, bailando, bromeando y manoseando a las prostitutas locales, una de ellas —María, encarnada por Shlomit Baytelman— designada de antemano como la que le conducirá de una vez por todas al mundo de los adultos.
Si el escenario, la anécdota e incluso los sentimientos en juego nos parecen anticuados es porque en cierto modo también lo parecían cuando el filme fue concebido. El propio Caiozzi se encargó de subrayarlo durante la extensa postproducción del material (rodado originalmente en 1976) cuando viró el blanco y negro original hacia un marcado tono sepia, cercano a esas estáticas fotografías de antiguos y polvorientos álbumes familiares, como si el cineasta estuviese remarcando la insalvable y tranquilizadora distancia que nos separaba de estos sujetos y sus rituales; pero concluir eso sería quedarse en las apariencias. Es cierto que muchas de las secuencias y objetos en los que la cinta se prodiga con notable autoridad están vinculados férreamente a un pasado que probablemente no volverá, salvo en la mirada del investigador y del nostálgico; un ambiente integrado por cadenas de rezos, peleas de gallos, extensas y regadas batallas de payadores, historias de fantasmas contadas en tardes interminables, licores caseros, relojes de cuerda, pianolas, braseros y pesada platería, un universo que emerge con total soltura, ayudado por un elenco de visible disciplina teatral. Pero el verdadero esfuerzo de Caiozzi y Frías parece ser precisamente el contrario: puede que las costumbres y los usos cambien; pero el fondo de las cosas, su razón de ser, se perpetúa. Imperturbable.
Así, la verdadera preocupación de don Julio García no es el cumpleaños e iniciación de su hijo, sino la peliaguda negociación con un convento vecino, que ocupa terrenos de forraje donados por su madre a los curas. García está dispuesto a torcer la ley con tal de hacerse con las tierras, pero sabe que su “autoridad terrenal” —que ejerce sin problemas con sus inquilinos y peonaje— no se impondrá, así como así, frente a una “autoridad divina” tan interesada por las cosas de este mundo como por las del siguiente. No es una negociación por la razón o por la fuerza, sino una donde el pragmatismo entre ambas partes genera recompensa y mantiene el
status quo, haciendo eco en la lejana frase que Portales le escribiera a su amigo Joaquín Tocornal, en 1832, “el orden social se mantiene en Chile por el peso de la noche”. Nadie en “Julio comienza en julio” parece estar dispuesto a desafiar ese peso. Nadie. Todos se limitan a desempeñar su papel en esta mascarada y, aunque a veces parezca un alumno reluctante, Julito aprenderá también los ires y venires de esta danza, que se bailaba tan bien en 1917 —año en que está ambientado el relato— como en 1979 y, presumiblemente, también en 2019.
Tal como otro filme chileno estrenado hace cuarenta años —“El zapato chino”, de Cristián Sánchez—, el segundo largo de Caiozzi es expresión perfecta de lo que algunos han dado a llamar “el Chile permanente”, ese país que no cambia (y no cambiará) y que también encontramos evocado en algunos filmes de Littin, Wood, Larraín o Fernández Almendras; pero, a diferencia de estos, que frecuentemente han abordado el tema vía la oposición entre reaccionarios versus rebeldes, “Julio comienza en julio” se aboca al cien por cien en observar las mecánicas internas de la clase que alimenta y conserva el orden al que se refería Portales. De hecho, no cuesta nada fantasear e imaginarse a Julito a mediados de la década del sesenta, viejo y ultramontano, dando la pelea por el patrimonio familiar en plena reforma agraria. Como si la breve estampa suya que el filme alcanza a perfilar bastara para dar cuenta de toda su vida, pasada y futura; la de sus antepasados y, por qué no, la de sus descendientes.