“No podríamos ver el Sol si no estuviésemos acostumbrados a él”, un inquietante aforismo de Goethe que se me vino insistentemente a la cabeza respecto de la manera como viví yo el último eclipse total de Sol: no me interesó mirar el eclipse porque no pude dejar de mirar cómo la gente veía el eclipse y, mientras este no levantaba preguntas, todavía no termino de hacérmelas acerca de lo que pasó con nosotros en relación con él: el eclipse fue eclipsado por el comportamiento masivo e individual de los chilenos frente a ese eclipse, incluido el de los científicos que lo explicaban.
La curiosidad que me suscitó este fenómeno humano —y no el estelar— obedecía, en parte, a una paradoja. Mientras la ciencia y sus representantes eran capaces de predecir y explicar a la perfección el eclipse, las fuerzas que empujaban a la gente a observarlo y el tipo de reacciones que se produjeron mientras ocurría obedecían a una lógica completamente distinta a la científica. Podría decirse que eran —según la racionalidad que esta aplica y le ha permitido ampliar el conocimiento humano de manera extraordinaria— irracionales.
La cosmovisión científica contemporánea ha logrado, en efecto, expulsar del saber y, aparentemente, de las mentalidades, todo atisbo de interpretación de los fenómenos naturales según un pensamiento mágico-religioso. El caso del eclipse total de Sol es paradigmático, porque los cultos y mitos solares son abundantes en las culturas que esa misma ciencia califica como precientíficas y en ellos el oscurecimiento periódico del Sol jugaba una función central dentro de su sistema de creencias. Pero la ciencia nos ha hecho entender, de modo irrefutable, que el Sol es una chispa inerte y moribunda producto de una gran explosión, una más entre cientos de miles, y sus eclipses un mecánico juego de sombras.
No se puede dejar de admirar y asombrarse frente a la grandeza del conocimiento humano y, sin embargo, parece manifiesto que el eclipse removió un interés que nada tuvo que ver con la ciencia, ese conocimiento y su victoria contra el pensamiento mítico.
Así, el papel de los astrónomos en medio de esta peregrinación se invirtió y fueron ellos los que parecieron sacerdotes despistados predicando ante fieles de otra religión. Ocurre, siguiendo a Goethe, que estamos (demasiado) acostumbrados a ver el Sol y quizás necesitamos no verlo (por algunos minutos) para religarnos con el misterio del Sol —para el cual la ciencia está ciega—, el misterio inagotable de su cotidiano aparecer y desaparecer para nosotros, aquí al lado en mi ventana, en medio de lo inmenso.