Una serie de diagnósticos y agendas globales nos conminan desde hace años a dar prioridad a la equidad y a la integración en nuestras ciudades. No solo porque tenemos las peores cifras de la OCDE, sino porque, además, en la desigualdad radica la principal traba para un desarrollo sustentable. La ciudad, entendida como una oportunidad de prosperidad y un bien de valor para las personas, debe ser accesible física y económicamente para todos.
Integración urbana es permitir la existencia de unidades de vivienda económica bien localizadas, ya sea para la propiedad o el arriendo. El valor del suelo bien ubicado es naturalmente más alto y, por lo tanto, la integración implica desarrollar en densidad. Pero, si bien eso no es sinónimo de guetos verticales, ingobernables y de nulo valor futuro, tampoco se consigue con barrios congelados en cuatro pisos y secuestrados en su ubicación para el beneficio de pocos. La integración urbana se construye con vivienda asequible, pero también con transporte público, servicios, salud, educación y áreas verdes de calidad al alcance de todos.
Una planificación justa no solo asegura los mismos estándares de proyectos para todos, sino que también da prioridad a la inversión pública en zonas postergadas, para poder emparejar la cancha. Implica dar incentivos al mercado para que genere tiraje en sectores estancados, pero, también, contar con una poderosa batería de herramientas de acción pública sobre el territorio, para anticiparse al desarrollo. Es responder a las necesidades de los más pobres, pero también de las mujeres, los niños, los viejos y los enfermos, para que nadie se vea expulsado. Significa respetar y valorar la racionalidad local y fortalecer la gobernanza territorial a pequeña escala y defender las prioridades del colectivo de los intereses de agendas pequeñas.
Construir equidad urbana requiere sacrificios. No es invitar, en la medida de lo posible, a los más postergados a cenar a la mesa del rey. Es entender que ya no hay mesa del rey. Que la ciudad es la mesa en común, a la que todos acudimos a sentarnos con igualdad de dignidad y de derechos. En ella se sirve un menú único para todos y ningún comensal comete la grosería de cambiarlo para sí por un plato de la carta. Porque estamos compartiendo juntos y lo que nos toca, es lo que hay.