Los que se ríen de mi neurosis con los ruidos probablemente pertenecen a un segmento más evolucionado de la especie. Su mente, por decirlo de alguna manera, liberada de atavismos, puede proyectarse hacia las cosas verdaderamente importantes (planificar el tiempo, por ejemplo). No me cabe duda de que una sensibilidad acústica demasiado expuesta, demasiado abierta, es un remanente de épocas remotas en las cuales la bestia humana dependía para su supervivencia de mantener los cinco sentidos alertas cada minuto de la existencia.
Tengo entendido que la forma más dulce de relajo y de decaimiento es la que se produce cuando uno está obligado a vigilar. El guardia que se duerme apoyado en la altura del minarete lo hace de una manera extraña: con la conciencia totalmente operativa. Es tal el cansancio, es tal la necesidad de desconectarse, es tal la monotonía de la espera, que termina cediendo a la tentación del abandono, se deja ir en medio de la noche, descuidando la visión del camino emboscado por el cual podría infiltrarse el enemigo rápido y silencioso.
Desde hace un par de semanas que escucho sonar una alarma todas las noches. Cuando apago la luz y empiezo las tratativas conmigo mismo para quedarme dormido, se insinúa ese sonido excéntrico, repetitivo, enloquecedor. No sé de dónde procede. Por suerte la distancia atempera la sonajera y no me siento llamado a tomar acción alguna, al contrario de los marinos de Ulises con el canto de las sirenas. Mientras me duermo me voy imaginando a los vecinos inmediatos de la alarma: protagonistas de vidas estresantes, darwinianas, perturbados justo en el momento en que pueden disfrutar de una cuota de olvido, de bruma, de despersonalización, de sueño intemporal.
Todos se habrán dado cuenta de que en los días previos al eclipse se produjo en la televisión un exceso de ruido, una enunciación desbocada, una compulsión por cubrir con palabras el vacío y con alguna clase de emotividad el inminente fenómeno astral. Se volcaron toneladas de información redundante. Se crearon expectativas, se predijo el caos vial. Algunos más osados anunciaron cambios profundos en la psiquis de las personas.
Como fuera, en el momento mismo del eclipse, que se tradujo en Santiago en la presencia de una luz irreal, la ciudad de la hora
peak se silenció súbitamente, lo que originó una circunstancia poco común, muy benéfica, una especie de descanso mental. En otras partes, donde el eclipse fue total, la gente congregada gritaba, chiflaba, exclamaba, lo que también era una reacción natural, como la de los lobos que aúllan bajo la luna llena.
Circulaba en youtube hace unos años un video muy hermoso: un paneo por un barrio de edificios totalmente silencioso. De hecho, un silencio no mancillado ni por la insinuación de un bocinazo. En un momento se escucha un estallido de voces humanas deshumanizado por lo multitudinario, una cuestión más bien como de las profundidades del mar. Se jugaba el Mundial de Fútbol y Chile le había metido un gol a España.