Si exceptuamos algunos volúmenes concebidos por historiadores, la revolución cubana y sus secuelas no han originado literatura de calidad. En términos generales, los autores que abordan el tema van del panfleto a la denuncia estridente o, por el contrario, caen en la alabanza sin matices, la celebración hiperbólica e incluso el mero culto al heroísmo.
El mercenario que coleccionaba obras de arte, de Wendy Guerra, último libro de esta serie interminable, se sitúa en un punto intermedio: por un lado, describe en detalle una multiplicidad de hechos tan híbridos, contradictorios, oscuros, que cuesta entenderlos. Y por el otro, a veces da la impresión de que quisiera justificar todo lo que se ha efectuado para derrocar al régimen de Fidel Castro, sin perjuicio de deplorar los errores, los horrores, las atrocidades y otras gracias que han cometido quienes llevan a la práctica cualquier clase de fechoría para cumplir con sus fines. En este sentido,
El mercenario… es un tomo loable porque Guerra parecería no casarse con nadie, pese a que esta ficción está contada desde el punto de vista de un anticastrista acérrimo, quien posee la lucidez necesaria para llegar a detestar lo que él y sus secuaces llevan a cabo, y también bajo la óptica de una perpleja y atractiva mujer que fuera de seguir aferrada ideológicamente al gobierno unipartidista, ha llegado a un momento de su vida en el que dejó de creer en la inútil utopía comunista. Esta combinación de dos personas muy diferentes, aunque unidas por la fuerza de las circunstancias, constituye la cara positiva de
El mercenario… Lamentablemente, Guerra construye una trama mal escrita, plagada de clichés, repleta de gazapos, colmada de inexactitudes y ambiciosa hasta decir basta. Y hay algo más que claramente perjudica a este ejemplar: citas supuestamente cultas, latinismos, neologismos, mezclas de dialectos y otro conjunto de alusiones que en lugar de realzar la historia la tornan confusa.
El mercenario… abarca un período que comienza antes del levantamiento del 26 de julio de 1953 continúa con el triunfo revolucionario, comprende una sucesión de fechas en las que los insurgentes opuestos al sistema marxista repartieron la guerrilla guevarista por toda Centroamérica y después terminaron desilusionados, convirtiéndose en delincuentes a gran escala, para finalizar en el París de hoy, donde los dos protagonistas se enzarzan en un finteo amoroso de alto voltaje y recuerdan su pasado y las felonías que ambos han cometido. Ellos son Adrián Falcón, aguerrido combatiente por la causa democrática, y Valentina Villalba, en el presente una muy bien remunerada agente al servicio de quienquiera esté en el poder dentro de la isla caribeña. Adrián se inicia en el movimiento armado que persigue destronar al tirano para vengar a su padre, quien fue fusilado por haber tomado parte en el frustrado intento para destronarlo, que ocurrió durante la invasión de Playa Girón en 1961. Entonces viaja a México y es objeto de la influencia del carismático Alejandro Grimaldi, quien se presenta como un líder nato y resulta ser un diletante vicioso. Ellos y varios más forman “La Hermandad”, un grupo bélico que perpetrará múltiples atentados para librar a su país del despotismo, todos los cuales, como es sabido, fracasaron ruidosamente. A continuación Adrián se enrolará con los sandinistas, con los rebeldes salvadoreños, con financistas panameños y con toda suerte de insurrectos, para a la postre, ligarse con el narcotráfico, con asociaciones criminales, con la distribución de estupefacientes y para decirlo con todas sus letras, con el asesinato a niveles inconcebibles.
Valentina, por su parte, es hija de diplomáticos, domina varios idiomas, posee una educación esmeradísima y es tan aficionada al sexo, habiendo copulado con tantos hombres que, si no se tratara de un vocablo políticamente incorrecto, a fuerza de designar propensiones descatalogadas, habría que decir que es ninfómana.
El mercenario… se compone de capítulos alternados, en los que toman la palabra Adrián, con el objeto de exponer sus hazañas en el más puro estilo James Bond —el personaje de Ian Fleming es citado tupido y parejo— o bien Valentina, una señora insaciable y cuyos apetitos son aplacados por el súper dotado Adrián. En este sentido, es preciso recalcar que
El mercenario… es un texto chocantemente machista, homofóbico, hasta racista. Y ello se expresa en un vocabulario obsceno o, lo que es desagradable, denigratorio hacia el género femenino. Esto podría ser extraño en un título imaginado por una dama de letras, aunque no sea ella quien habla, sino el irresistible Adrián.
En última instancia,
El mercenario… podría constituir una ficción valiosa en cuanto nos interna en el salvajismo, los homicidios puros y duros, el laberinto de descomposición en el que habrían sucumbido todas las agrupaciones terroristas internacionales, cubriendo un vastísimo espectro geográfico, en el que, además, fueron actores decisivos la CIA, el KGB, el Mossad israelí y muchas oficinas de inteligencia. A la postre, nada sirvió para nada y la prueba de ello es el triste espectáculo que nos proporcionan regiones devastadas por conflictos internos y externos, por una clase política hundida en la ineficacia, por fuerzas armadas que negocian con el lavado de dinero. Y si bien
El mercenario… dista de exhibir méritos novelísticos, su lectura puede ser reveladora y saludable.