Resulta evidente que algo se perdió en el camino. Puede que la culpa esté en que el cine, a fines de los setenta, con “Tiburón” (1975) y “La guerra de las galaxias” (1977), se volvió demasiado rentable como para que Wall Street no pusiera los ojos encima de una industria que, hasta ese momento, podía ser un buen negocio si se tenía suerte y talento, pero que tampoco era para volverse loco, quizá como es el teatro de Broadway hoy. El año pasado, una película cualquiera, como “Peter Rabbit”, para niños, del montón, vendió 351 millones de dólares en entradas, casi un millón por día (aunque deber haber estado en cartelera solo un par de meses), ventas que harían de cualquier negocio algo, a lo menos, respetable. Y solo se trata de la película número 28 en el
ranking de taquilla. El primer lugar lo obtuvo, cómo no, “Avengers: Infinity War”, con 2.048 millones de dólares. Antes de “Tiburón”, montos como este eran inimaginables.
Con números así, es fácil entender por qué durante estos últimos cuarenta años el cine en Hollywood se ha convertido en una actividad que se realiza con calculadora en mano, controles profesionales y riesgos acotados. Si antes fue una industria de pioneros, luego una de artesanos autodidactas y profesionales, y tuvo su último minuto de gloria en manos de universitarios tensionados por la contracultura de los años sesenta, hoy está en poder de ejecutivos de megacorporaciones como Disney, que en materia artística son extremadamente conservadores y no se arriesgan a financiar —y menos aún a estrenar— productos que salgan de parámetros muy claros o que puedan molestar a alguien (lo que, dado como están los ánimos, resulta cada vez más difícil).
Las consecuencias de esto son múltiples y las vemos en la cartelera a lo largo del año: cine para niños y adolescentes, mucha animación, inagotables superhéroes, efectos especiales, cintas apegadas a fórmulas probadas. El cine ha retrocedido en cómo elabora a los personajes y sus tensiones internas (que casi no existen); en los temas que aborda, donde parece que la realidad cotidiana o la ambigüedad moral han sido desterradas; y en la sofisticación de su lenguaje visual, donde películas como la última “Avengers” —posiblemente la cinta número uno en ingresos este año— son filmadas con una pobreza, mediocridad y ordinariez cinematográfica que hubiera resultado inaceptable para cualquier director de cine B de los años cincuenta. Todo es hoy primer plano, sobrecarga de colores, acciones y movimientos confusos. Plantear el cine como arte del espacio, como alguna vez lo escribió Rohmer, parece un mal chiste.
Da incluso algo de miedo pensar cómo llegará a filmar una generación que ha crecido viendo este tipo de chambonadas como si fueran la máxima expresión del cine. Hay veces en que uno teme acostumbrar los propios sentidos a la ramplonería de este lenguaje, de estos personajes y de esta mirada moral. El mejor remedio, creo, es revisar películas viejas. Y ni siquiera es necesario volver a ver a Keaton, Kurosawa o Hawks para recuperar el amor por el cine (aunque al mismo tiempo, cuánto más se ven, más nítida es la sensación de que vivimos tiempos muy áridos). Se puede volver a una película como “Vestida para matar” (1980), de Brian de Palma. Vista hoy, la película despliega tanta lujuria visual como la erótica por la que muchas veces se recuerda. Está filmada por alguien que ama el cine por sobre todas las cosas, pero también por alguien que busca entender la mente femenina, la naturaleza de la seducción, la fuerza incombustible del deseo. Podrá cuestionarse la posición en que pone a un transexual en la trama, pero todo el resto resulta tan moderno, tan ambiguo que cuesta creer que, casi cuarenta años más tarde, el cine se haya vuelto un entretenimiento para niños. Es como si nos obligaran a ponernos pañales de nuevo.