Michelle Bachelet se convirtió en figura presidencial en Chile cuando se dejó fotografiar arriba de un vehículo militar Mowag durante los temporales de 2002. Llevaba un jockey con inscripciones castrenses y una gruesa capa de lluvia. La acompañaban cinco o seis oficiales del Ejército. Ignoro si alguno de ellos se vio involucrado después en el “milico-gate” o en el “caso pasajes” o en el caso “gastos reservados”. Da lo mismo. Lo importante es que ahí ella se lanzó al estrellato.
Es que la imagen era muy potente. Se trataba de una mujer al mando de miles de hombres armados, cosa inédita. Era además una persona de izquierda que había estado exiliada por el gobierno militar y que acusaba a militares de haber provocado la muerte de su padre. Que ella, con esa biografía, ahora se llevara de lo más bien con los uniformados y ellos la atendieran como a una reina transmitía una señal chocante y atractiva al mismo tiempo.
Esa imagen fue tan poderosa que operó como una generosa herencia electoral que le permitió vivir en la abundancia de la popularidad por años. Pero toda herencia se agota si uno la administra mal.
El caso Caval y su retroexcavadora la llevaron a la bancarrota.
Pero la vida y la política le dieron otra oportunidad. En su camino se cruzó un nuevo temporal, mucho más grande que el que provocaron las lluvias de 2002 en Chile. Y esta vez no le serviría un Mowag, sino que necesitaría un vehículo muchísimo más grande.
Me refiero a Venezuela.
Desde su cargo de Alta Comisionada para los Derechos Humanos de la ONU, Michelle Bachelet tiene el poder de hacer mucho para aliviar el sufrimiento de los venezolanos. Pero para eso debe ser capaz de enfrentarse a un régimen que defiende las mismas ideas de izquierda que ha abrazado ella durante toda su vida.
Al comienzo de su actual mandato en la ONU Bachelet se mostró dubitativa. No aplaudía al régimen de Nicolás Maduro, pero tampoco lo condenaba.
Hasta que emitió su informe de esta semana. Ahora sí que denunció violaciones a los derechos humanos. Cruzó, casi literalmente, la línea roja.
Es como si Bachelet volviera a ponerse en “situación Mowag”. Pero, insisto, lo de ahora no es para un carro blindado, son palabras mayores. Está todo el planeta mirándola. Por eso, es como si esta semana se hubiese subido a la proa del Titanic, a lo Kate Winslet.
Y si resulta que su informe de DD.HH. termina siendo el “tiro de gracia” para la dictadura chavista; si se convierte en el empujón final que logre desbarrancar a Maduro, obligándolo a transar una ruta para abandonar el poder, ella habrá capitalizado todo el trabajo que hicieron la oposición venezolana, el Grupo de Lima y tantos otros que buscaron una salida.
Si pasa eso, quedará pavimentado su camino no a la Presidencia de Chile —ya no anda en Mowag; ahora navega en un transatlántico—, sino a la mismísima Secretaría General de las Naciones Unidas, de la que se convertiría en la primera mujer de la historia en estar a la cabeza.
¿Qué tal? Nadie sabe para quién trabaja, dirán Almagro, Ampuero, Guaidó y los otros.
Pero, cuidado. Si Bachelet se confía, o se desconcentra, o vuelve a creer en su línea política previa, podría estropearlo todo, y terminar estrellada.
Su nave nueva podría chocar contra un iceberg, como le pasó al Titanic.
Ojo ahí. Y aquí.