A la zaga del eclipse solar nos internamos por los valles del Norte Chico, intentando evadir la multitud y el bullicio que avanza desde la capital y que amenaza con perturbar un momento que imaginamos de profundo recogimiento ante los misterios del cosmos. Las primeras interrogantes del hombre a su existencia y las primeras deidades surgieron de los fenómenos de la naturaleza, y hoy, cuando pretendemos comprender y dominarlo casi todo, todavía las reglas del universo nos recuerdan de golpe nuestra insignificancia en el espacio y en el tiempo; salvo, tal vez, por nuestra también irreductible capacidad de maravillarnos y de agradecer la razón y la vida.
Llegamos a una antigua casa en un apacible poblado serrano de unos 3.000 habitantes, engarzado entre montañas, el vergel de un río y un cielo de un azul tan puro y luminoso que cuesta creer que ese es el cielo verdadero. A lo largo de la calle principal se enfila una sucesión de casas de adobe y quincha, algunas ornamentadas y con sus carpinterías pintadas de vivos colores, muchas con las puertas abiertas de par en par, de modo que podemos escudriñar por los zaguanes a través de sus salones hasta los verdes patios traseros. Entre medio hay comercios somnolientos, almacenes y emporios de pueblo, un par de comedores y una botillería. El único diario que se vende es el de Ovalle.
La casa domina la diminuta plaza del pueblo, junto a una iglesia de madera, y en medio de esta plaza se levanta una glorieta de la que alguna vez brotaron sones marciales, y la rodean jacarandás y magnolios. La vivienda tiene dos pisos y balcones de madera. Ahí han vivido cuatro generaciones de agricultores ligados a la historia del pueblo, desde su época de esplendor gracias a la estación de trenes San Lorenzo, de donde en rachas sucesivas de bonanza se embarcaron toneladas de cobre, luego de tomates y más tarde de uva. Del ferrocarril no queda más que un espectro en la memoria, destruida la bella estación y arrasadas las vías para robar sus durmientes de roble. La casa fue, en algún momento, un emporio bien surtido, y sus habitantes, autoridades locales. Ahí están los muebles, adornos, utensilios, herramientas, morteros, molinos, una pequeña prensa para hacer un periódico, una máquina de coser, una victrola. En un rincón hay una gran radio: “Esa era la del pueblo”, me dice la abuela. “La compraron entre todos y se instalaba con una batería los domingo en medio de la plaza para escuchar los partidos de fútbol”.
Donde hasta hace poco hubo jinetes aislados del mundo en medio de la sierra andina, hoy hay automóviles, calles pavimentadas, agua y electricidad, un moderno consultorio y un excelente liceo. Pero en el espíritu de esa calle de cuatro cuadras con sus viejas casas, con esas familias aferradas a la tierra, al orgullo de la pertenencia en un lugar bellísimo del mundo, el tiempo no va ni viene, y el bullado eclipse no es el primero ni será el último.