Desde el norte, el único camino para ir a la Ciudad Santa es pasar por Samaría, una región que en el siglo VIII a.C. había sido ocupada por los asirios. Esta intervención había influido en sus habitantes hebreos, mezclando la religión de Moisés con otras prácticas paganas. Terminaron construyendo su propio templo en el monte Garizín (Juan 4, 20), desconociendo el Templo de Jerusalén como el único lugar donde se podían ofrecer sacrificios.
Esto dio origen a una gran enemistad entre judíos y samaritanos. Por esta razón, al darse cuenta de que Jesús se dirigía a la Ciudad Santa, se negaron incluso a darle hospedaje: “no lo recibieron, porque su aspecto era el de uno que caminaba hacia Jerusalén (Lucas 9,53).
La reacción de Santiago y Juan fue inmediata: “Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo que acabe con ellos?” (Lucas 9,54). Quizás san Marcos los llama los “hijos del trueno” (cfr. 17,3) por la viva respuesta y drástica medida que proponen a Jesús.
Pero Cristo los llama al orden: “e volvió y los regañó” (Lucas 9,55). Corrige sus deseos de venganza que se opone a la enseñanza y testimonio de Jesús.
Poco antes, san Lucas nos cuenta que han escuchado: “Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian; bendigan a los que los maldicen y rueguen por los que los calumnian... Sean misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso… Perdonen y serán perdonados” (Lucas 6, 27-28; 36-37). Uno se pregunta ¿en qué estamos?
¿Quiénes eran Santiago y Juan? Pescadores de profesión, ellos, junto con Pedro, respondieron generosamente en su día a la llamada divina. Los evangelios nos cuentan que Jesús buscaba en algunos momentos especiales la compañía de los tres. En la transfiguración “Jesús se llevó con Él a Pedro, a Santiago y a Juan su hermano, y los condujo a un monte alto, a ellos solos” (Mateo 17,1); va a la casa de Pedro con ellos; en la curación milagrosa de la hija de Jairo “no permitió que nadie le siguiera, excepto Pedro, Santiago y Juan” (Marco, 5,37). Y en el momento de mayor fragilidad, su agonía en el huerto de los olivos, se aparta especialmente con los tres para que le hagan compañía: “Y se llevó con Él a Pedro, a Santiago y a Juan” (Marco 14,33).
Ese amor y confianza de Jesús hacia Santiago y Juan es al mismo tiempo una gran responsabilidad, no pueden volver a ser vengativos. Pero ¿fue el último desatino de estos dos personajes? Lamentablemente no. Después del tercer anuncio que Jesús hace de su pasión, muerte y resurrección en Jerusalén, ellos dos se adelantan y muestran su ambición humana: “Maestro, queremos que nos concedas lo que te vamos a pedir… Concédenos sentarnos uno a tu derecha y otro a tu izquierda en tu gloria” (Marcos 10,35-36).
Según los criterios actuales, esto habría bastado para salir de los evangelios. No hay segundas oportunidades: “Que baje fuego del cielo que acabe con ellos”, porque se duda del arrepentimiento, de la libertad y del valor del hombre y se cree poco en la gracia de Dios, en el amor de un Padre.
Menos mal que es Él quien tiene la última palabra y que a pesar de la ambición y cobardía de Santiago, Juan y tú… volvemos a tener otra oportunidad. En el corazón de Dios, todas las faltas son prescriptibles. “Por eso se me alegra el corazón, se gozan mis entrañas, y mi carne descansa esperanzada. Porque no me abandonarás en la región de los muertos ni dejarás a tu fiel ver la corrupción” (Salmo 15).
¡Pero, Padre, yo no soy Jesús! ¡Cómo me pide esto! Si piensas así, hay varias respuestas: no has leído el evangelio o lo has leído para conocerlo, pero no para vivirlo; en tu vida te has arrepentido pocas veces realmente, nunca te han perdonado de verdad y tus heridas no se cierran… y podemos hacer más examen.
Solo si me quiero parecer a Cristo —ser cristiano—, puede decir con obras y no solo con los labios, que el amor de Dios me pertenece: “Tú eres, Señor, el lote de mi heredad. Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha” (Salmo 15).
“Cuando se completaron los días en que iba a ser llevado al cielo, Jesús tomó la decisión de ir a Jerusalén. Y envió mensajeros delante de Él. Puestos en camino, entraron en una aldea de samaritanos para hacer los preparativos. Pero no lo recibieron, porque su aspecto era el de uno que caminaba hacia Jerusalén.
Al ver esto, Santiago y Juan, discípulos suyos, le dijeron: Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo que acabe con ellos? Él se volvió y los regañó”(Lc. 9,51-55).