—Salvador, llamó otra vez la gente del Guggenheim sobre tus óleos de Pérez Villalta, para sumarlos a la exposición.
—De ningún modo. Esos cuadros no se mueven de acá. ¿No ves que son mi compañía?
La frase es categórica. Todo lo que Salvador Mello tiene en su casa —utensilios, ropa, obras de arte; sí, sobre todo las obras— son una extensión de su persona. Sacar una de su ambiente, del contexto de este cineasta español, leyenda de la “Movida” y ahora forzado al retiro por una serie de achaques, equivale a desmembrarlo. A partirlo en pedazos. Impensable.
De los momentos confesionales de “Dolor y gloria”, la nueva película de Almodóvar, este es el que se siente más casual y vívido: no cuesta nada imaginarse al cineasta manchego refunfuñando, diciéndole “no” al museo, defendiendo su espacio con plena conciencia de que se trata no solo de su refugio, sino también de una suerte de mausoleo armado en vida, del cual es tan dueño como portero y criatura aprisionada.
Mucho se ha hablado de las conexiones entre el director de “Volver” y Salvador, su atribulado
alter ego; como si tratar de definir qué es real y qué ficción sirviera para penetrar en el filme a un nivel más profundo. Discutible tarea. Es verdad: casi todo lo que se ve en el piso de Mello pertenece realmente a Almodóvar (incluyendo algunos muebles de cocina), pero el departamento es una recreación en estudio. A fines de los 80, Salvador dirigió un polémico filme llamado “Sabor”, tras el cual rompió durante décadas con Alberto Crespo, su actor favorito, del mismo modo en que “¡Átame!” (1990) implicó una pausa de más de 20 años en su sociedad con Antonio Banderas, y —por eso mismo— no es casual que Pedro haya convocado al propio Banderas para meterse bajo la piel de un director paralizado por viejas dolencias y fantasmas de infancia que, en vez de alimentarle creativamente, no hacen más que reforzar su ya menguada sensación de mortalidad.
Ahora bien, si “Dolor y gloria” fuese nada más que eso, Almodóvar solo estaría circulando por rutas ya recorridas —y con pulso maestro— por directores como Fellini (“8 ½”), Bergman (“Las mejores intenciones”) y Tarkovsky (“El espejo”), por nombrar a los más celebrados. Lo interesante es que, al igual que estos, el español parece encontrar más energía en los episodios inventados, en atribuir a su protagonista un cúmulo de memorias alternativas y caminos no transitados; como si los recuerdos y actos de esa otra persona fuesen los que en realidad cuentan; los que permiten que su imagen se encarne por fin en la pantalla y que desde ahí, seguro y atrincherado, lance sus conjuros contra la oscuridad.
De esos falsos recuerdos, quizás, el más notorio sea la tardía adicción a la heroína, que Salvador coge tras visitar al siempre al borde Alberto; pero los más sentidos —los que contribuyen a que este sea el filme más bello y conseguido de Almodóvar, desde la ya lejana “Todo sobre mi madre” (1999)— son en extremo simples. El reencuentro con un viejo amor (Leonardo Sbaraglia) de aquellos días de locura, cuando Madrid era tanto posibilidad infinita como un campo minado. Escenificado como un terso, prolongado y teatral diálogo de trasnoche, es una suerte de obra dentro de la obra, y desde ya califica como uno de los momentos estelares en su filmografía. El otro, en cambio, es apenas una imagen suelta; casi un espejismo: la visión de un niño, leyendo sentado y de espaldas a una pared encalada, la luz cayéndole desde arriba, como un halo. ¿Es ese el niño Pedro, absorto, inmerso en su mundo? No tiene importancia. A estas alturas, esa imagen ya no es recuerdo. Es compañía.
Dolor y gloria
Dirección de Pedro Almodóvar.
Con Antonio Banderas y Nora Navas.
España, 2019, 108 minutos.