Al borde de cumplir los 70 y después de 21 largos años, Almodóvar emprende otra película con fuertes tintes de “autoficción”, según esa dudosa categoría que se ha instalado en los estudios literarios. No es una autobiografía, pero, como él mismo ha declarado, todas sus películas contienen algo de su propia vida, a veces en claves indescifrables. El exhibicionismo de Almodóvar tiene límites más pudorosos de lo que se suele creer.
Pero esta vez se trata de un director de cine, Salvador Mallo (Antonio Banderas), con más dolencias que edad, que lleva 32 años desde que realizó una película de culto, cuyo reconocimiento tardío viene a activar sus recuerdos más queridos. A diferencia de
Los abrazos rotos —también sobre un director de cine, que en aquel caso ha quedado ciego—, estas no son las memorias de una pasión, sino las remembranzas de pérdidas pasadas, con las que se abren las oportunidades de saldar las cuentas.
Hay un lugar especial y prominente para la madre, la figura omnipresente en el cine de Almodóvar, mediada aquí por dos de sus actrices favoritas (Penélope Cruz en la juventud; Julieta Serrano en la vejez), el manantial en donde Salvador Mallo, como su autor, encuentran el origen de sus deseos. En la infancia libre y protegida que le proporciona la esforzada Jacinta, el niño desarrolla el fuego interno que alimentará su obra, sin importar que esa dependencia dulce, o quizá dulcificada, se extienda por el resto de su vida. En Almodóvar no existe Edipo.
Dolor y gloria tiene el aire de “un texto confesional”, como le llama Salvador Mallo al monólogo que representará un actor amigo con el que esto lo reconcilia. Es una confesión en tono de dolor, aunque nunca es nítido que tal dolor sea solo el resultado de una operación a la columna o más bien de la parálisis creativa que lo ha venido acompañando. Psiquis y soma aparecen imbricados de una manera indiscernible.
Almodóvar es muy delicado para filmar este proceso. Escapa tanto de la estridencia espectacular de Fellini en su 8 ½ como de la fábula autoexplicativa de
Tras el ensayo, de Bergman, por citar películas similares. Su tono es más modesto, dubitativo, y hasta abre una puerta hacia otra autobiografía posible, la idea “en abismo” de un filme dentro del filme, como una advertencia de que siempre hay más detrás de las imágenes ilusorias, otras “autoficciones” al acecho.
Quizá Almodóvar sea consciente de que, a final de cuentas y ni siquiera con la muerte en la puerta, las confesiones de un artista no son tan interesantes precisamente porque están contenidas en su obra, no a la manera tosca de una autobiografía, sino con el desgarro de una idea del mundo. De lo contrario, la obra es la poco interesante.
Dirección: Pedro Almodóvar.
Con: Antonio Banderas, Penélope Cruz, Julieta Serrano, Asier Exteandia, Leonardo Sbaraglia, Cecilia Roth, Nora Navas.
113 minutos.