La sustentabilidad de un sistema de movilidad urbana se rige por un esquema de pirámide invertida, en el que se pone como primera prioridad a la gran mayoría de peatones (a fin de cuentas, todos lo somos) y va bajando en jerarquía a medida que los modos son menos eficientes y ambientalmente menos amigables. Siguen así los ciclistas, luego el transporte público, el de carga y, en último lugar, el vehículo de uso privado. Todos los sistemas y los espacios deben pensarse de tal forma de dar prioridad al estrato superior y nunca perjudicar uno de ellos por favorecer a otro que está en un estrato más bajo.
Parece una ironía, porque al mirar nuestras ciudades y sus proyectos viales, esta jerarquía está invertida. Lo inamovible siempre son las amplias pistas destinadas a los vehículos y el espacio del peatón es, en realidad, un miserable residuo. Los cruces y la eficiencia de las rutas deben someterse a la comodidad del viraje y hasta a la disponibilidad de estacionamientos. La prioridad del auto es un karma ampliamente conocido.
Lo que resulta por lo menos curioso es que el transporte público, que debiera ser el principal aliado del peatón, es generoso también en hostilidades. Nuestro modelo se sigue pensando en función de la eficiencia de un sistema abstracto, con una obstinación y continuidad que son ya patrimonio de Estado. En esta mirada, los peatones dejan de ser personas para transformarse en pasajeros por hora y el espacio de la ciudad queda omitido en el diagnóstico. Aunque en el discurso sea prioridad la comodidad del usuario, los diseños de los paraderos de buses están cada vez más orientados a impedir la evasión y, aunque disimulados con mucho vidrio y acero inoxidable, no son realmente refugios sino corrales carcelarios. La altura que interrumpe peligrosamente la continuidad del plano de la vereda, responde a una mala altura de los buses que, en vez de bajar a la necesidad de la ciudad, hacen al peatón encumbrarse. De inexplicables espaldas infranqueables, nefastas para el comercio y para cualquier cosa que quede estrangulada detrás de la mole, proliferan cada vez más las “zonas pagas” que, aunque apenas se justifican en horas punta, reducen el espacio de la vereda durante todo el resto del día. Al igual que los torniquetes no ofrecen ninguna dificultad al ágil evasor, pero generan nuevas barreras y dificultades a las mujeres con bultos, a los coches infantiles, a los ancianos.
Un muy buen sistema de transporte no construye automáticamente una mejor ciudad, especialmente si los diagnósticos son ciegos a la complejidad del espacio público. Si el peatón se ve perturbado, menoscabado y expulsado por los dispositivos que supuestamente están a su servicio es porque no se lo está concibiendo como el estrato superior de la pirámide. Nos merecemos un mejor trato.