Asistir a un concierto del viola de origen chileno Roberto Díaz es un acontecimiento: su sonido es de clase mundial; su fraseo, muy meditado; su virtuosismo, apabullante. Díaz ya había cautivado a la audiencia santiaguina con su entrega del Concierto para viola de Alfred Schnittke, con Leonid Grin y la Sinfónica, en 2014, y en otras visitas, como la que realiza este año también, con estudiantes del prestigioso Curtis Institute de Filadelfia, del que es CEO y presidente.
El miércoles, con la Orquesta Filarmónica de Santiago bajo la dirección de Maximiano Valdés, en el Teatro Municipal, Díaz presentó el Concierto para viola (2006) del portorriqueño Roberto Sierra (1953). Al solista aquí lo acompañaron todas las cuerdas de la Filarmónica y cinco percusionistas. Sierra es un prolífico compositor que suele buscar inspiración en la música popular —su Tercera Sinfonía (2005), por ejemplo, se llama “La Salsa”—, pero siempre desde la imaginación de un compositor contemporáneo, lo que resulta en una síntesis atractiva: por el reconocimiento de cierto material, pero también por el juego de expectativas, satisfechas o truncadas, de su muy interesante lenguaje, siempre clarísimo en sus propuestas. El concierto abre con un llamado de ecos gitanos que gana rápidamente en romanticismo hasta que la percusión lo interrumpe varias veces con una sucesión descendente. Las cadenzas son abundantes y extensas, momento para que Díaz deslumbrara en su técnica y musicalidad. La obra acaba rítmica, con muchos cambios de pulso que sonaron exquisitos. El público, con ánimo más entusiasmado que en ninguna otra parte de este programa, agradeció con un largo aplauso.
Max Valdés y la orquesta habían abordado antes la Suite “Panambí” (1937) del argentino Alberto Ginastera, que toma una leyenda guaraní y la traduce a un discurso que bebe de Stravinsky, Bartók y Debussy; y “Les Offrandes oubliées” (1930) de Olivier Messiaen, en la que el director mostró un notable control del volumen y sobre todo del color de esta música religiosa extasiada que ya muestra al genio del compositor alcanzando una temprana madurez.
Para el final, “Lamer” (1903-05) de Debussy, tres “bocetos sinfónicos”, según el propio compositor, que, a pesar de sus títulos programáticos, están lejos de querer ser imitaciones literales de la naturaleza, sino más bien buscan plasmar ánimos: el de quien observa el mar y el del que escucha el resultado. Como mostraron muy bien Valdés y la Filarmónica, la música de Debussy avanza al despuntar el siglo XX buscando su expresión novísima, que sería hito y al mismo tiempo comienzo de la modernidad.