¿Por qué tanto miedo a un sentimiento que nos otorgó la naturaleza para distinguir la alegría y el bienestar, y reproducirlo lo más posible, de las situaciones que nos causan dolor? Si no hubiera pena, no podríamos atarnos a nada ni a nadie sin cuidarlo y valorarlo, porque podemos perderlo. Mejor no sentir, que sentir dolor. Falso. Es porque conocemos el dolor es que buscamos la alegría.
Ha habido en los últimos años una fuerte reacción a la evitación del dolor, como resultado a muchos actos y posturas religiosas que convertían lo que fue designado como un castigo por Dios mismo en una situación que había que evitar a toda costa. Entre la búsqueda del dolor y ahuyentarlo sistemáticamente por miedo hay una diferencia abismal.
Desde muy chicos, antes de conocer el dolor psíquico, aprendimos a evitar caernos, herirnos, cortarnos, etc. Evitar lo que nos hace daño es una señal de salud y de normalidad. Con el dolor psíquico es distinto y parecido a la vez. Hay quienes buscan en forma inconsciente el dolor por culpa, por ejemplo. Y también hay quienes prefieren cualquier error a aceptar el dolor como parte de la vida.
La pena es un dolor más dulce, no duele el cuerpo sino que el alma. Produce miedo porque nos quita fuerza y nos inhibe a ser valientes y a exponernos al mundo.
La pena se relaciona con la pérdida de algo, concreto o abstracto, pero algo que fue y ya no está. Tal vez vuelva pero hoy no está. Es como un hueco vacío, solo, que no siempre sabemos de qué fue lo que quedó vacío. Solo sentimos que algo falta. Otras veces, en cambio, sabemos muy bien de dónde viene el vacío, pero no está en nuestras manos llenarlo.
La pena, sin embargo, tiene algo importante que aportarnos. La conciencia del apego, la capacidad de distinguir lo necesario de lo accesorio. Tener pena sin miedo es un buen antídoto contra la angustia. Acumular penas sin nombre, no saber por qué sufrimos, es fuente de angustias que no solo duelen, sino que debilitan la fortaleza de la salud mental.
Por eso que el consuelo no debe ser una petición silenciosa de que el otro deje de tener pena. Eso sería el acto egoísta de no tolerar el sufrimiento ajeno. Es un acompañamiento al otro. La pena y el llanto son profundamente humanos. No les tengamos miedo. No los erradiquemos. Aprendamos cada uno estrategias propias para resistir, tolerar y superar las penas, luego de vivirlas. No antes.