Fue Pound el que dijo que el capital de un escritor era el tiempo, esto cuando echó a andar la campaña Bel Esprit para juntar fondos a beneficio del tiempo de T.S. Eliot, aparentemente usurpado por su trabajo de gerente de banco.
Por cierto Pound sabía por experiencia propia de lo que estaba hablando, sabía que —particularmente en la poesía— los textos se van armando lentamente, en un pliegue del trabajo visible.
¿Qué significa esto? Que se puede empezar muchas veces el mismo boceto o borrador, que se puede avanzar infructuosamente a través de las páginas palabra por palabra, que se puede abandonar el intento y retomarlo después del sueño o de un lapso de olvido. En fin, es un trabajo obtuso en el cual a veces se persigue la certidumbre de la existencia de algo impreciso en un plano desconocido. Pero súbitamente llega un momento en el cual todos esos esfuerzos parecen articularse en una estructura de sentido y aparece el poema, el texto, esa cuestión luminosa y ajena.
No sé si hay una motivación histérica en la necesidad de escribir. Generalmente los escritores deben luchar contra la fragmentación de ese tiempo disponible: fragmentación debida a su propia neurosis, a las necesidades económicas, a los eventos sociales e incluso a los compromisos que la propia condición de escritor va generando (seminarios, presentaciones de libros, opiniones solicitadas, horribles formularios de postulaciones). Pero es un hecho que si se les da la situación ideal, digamos una temporada en el paraíso, con muchos créditos de tiempo libre y de silencio, es posible que caigan en la ataraxia por exceso de condiciones favorables.
Le pasó a José Donoso cuando disfrutó de un premio o beca increíble en un castillo de Como, en medio de un paisaje emocionante, con el lago, los bosques, los campos extensos. Tenía asegurada la libertad total en un lugar maravilloso. Su única obligación era comer en la noche con los otros becarios. Todo fue bien hasta que se le ocurrió preguntarle a un premio Nobel de Medicina por unos síntomas y el doctor le dijo que se trataba de un tumor cerebral. Se acabó la placidez y fue reemplazada por el horror. Un hermano lo fue a buscar desde Chile.
En realidad uno está atrapado en una demanda compleja. Por un lado necesita la soledad, pero no podría soportar ni por dos minutos la vida de ermitaño —onda Fray Luis. Necesita por cierto la proximidad humana, pero llega el punto en que la cercanía progresiva de los semejantes se vuelve amenazadora: esos tipos de rostros expectantes y burlescos, siempre al aguaite, siempre con iniciativas agotadoras y ganas de conversar, o más bien de echar a andar el aparato de la enunciación.
Ahora me doy cuenta de que con los años me he ido minimizando como una forma animal de solucionar estos contratiempos. Abandoné biblioteca y escritorio y hoy me atrinchero en un lado de la cama, en la inmovilidad, aparentemente haciendo nada. Todas las leseras que escribo nacen de la protección mágica de ese espacio reducido.