Dentro del esfuerzo a pulso por rescatar el Teatro La Memoria, que reabrió sus puertas hace pocos meses tras cuatro años de inactividad, vuelve a su cartelera “Mano de obra”, uno de los montajes más icónicos y recordados de ese conjunto y del director Alfredo Castro, quien lo puso en escena; de gran relevancia, además, para ese espacio por cuanto este se inauguró con él en 2007, aunque se había estrenado en 2003 en Matucana 100.
Como se sabe es una adaptación libre de la novela homónima de Diamela Eltit publicada el año anterior al debut de su versión teatral; de modo que su revisión puede entenderse también como un tributo a su autora, recién galardonada con el Premio Nacional de Literatura. Si bien el notable elenco original se repite casi en su totalidad (de los seis ejecutantes solo uno, el más joven, es nuevo), parece más preciso no hablar de reposición sino que de reestreno, ya que Castro hizo modificaciones y reformas a la reconstitución de la pieza. Es una versión remozada para hacerla aún más cruda y feroz.
Propuesta de
shock, visceral y conmocionadora a la manera del Teatro de la Crueldad de Antonin Artaud (que ha sido la luz en el camino de la trayectoria de Castro), en 100 minutos hace el retrato tremendo de unos miserables empleados de supermercado —templo del consumo de cada día— que viven hacinados en una especie de refugio subterráneo; una precaria covacha que es su cobijo de la marginalidad, el despojo y desamparo a que están condenados, siempre amenazados por el temor a la cesantía. Al menos ahí pueden olvidar por un momento la paga mezquina, el maltrato y abuso de sus jefes y del público, y que diariamente venden bienes a los que jamás tendrán acceso. Pero en lugar de solidarizar para rebelarse, estos sobrevivientes del sistema descargan la hostilidad e impotencia que sienten con sus pares: se agreden e insultan mutuamente sin tregua. Son incapaces de reaccionar, menos aún de elaborar un discurso gremial o político, pues su lenguaje se redujo a unas cuantas palabrotas. Hacia el final su habla incluso tiende a desarticularse.
Es como una horrible pesadilla sobre unos seres feos y grotescos viviendo un infierno sin escapatoria posible. Lo cual funciona, hoy más aún que ayer, como la desmesurada alegoría de una nación —Chile— sometida a los mandatos de la economía social de mercado. Monigotes sin dignidad al arbitrio de unas relaciones laborales torcidas, víctimas residuales de las leyes de la oferta y demanda, ellos han perdido por completo su humanidad. En un entorno que endiosa el individualismo ya no pueden, paradójicamente, ser sujetos.
En su estilo de exacerbado expresionismo, la entrega provee al espectador que se deje llevar por el juego propuesto, que no puede ser procesado a través del raciocinio, una experiencia fuerte, violenta, extrema.
Los ocasionales brotes de hilaridad que surgen de la platea deben interpretarse como risa nerviosa ante lo incómodo y revulsivo del reflejo deforme de la realidad que despliega la escena. El elenco rinde un disciplinado desempeño en el tono excesivo y desbordado que se le exige. Todo lo anterior sin perjuicio de que la velada pueda dar también la impresión de que esta es una modalidad de teatro que se hizo antes, y que ya cumplió su etapa.
Teatro La Memoria. Jueves a sábado, a las 20:30 horas. Hasta el 29 de junio.