Los narcotraficantes llegaron ya, y llegaron bailando “cha-cha-chá”. O narcocorridos. Y lanzan fuegos artificiales y disparan al cielo en señal de júbilo. Es que están de fiesta. Chile, país que hasta hace poco se creía inmune a su poder e influencia y desde el que mirábamos como voyeristas a distancia, en una serie de Netflix, el realismo mágico y sangriento de Pablo Escobar y el Chapo Guzmán, ese Chile dejó de ser la fortaleza inexpugnable que era, o creía ser, a este flagelo que ha devastado países. Eso los pobladores de la periferia de Santiago ya lo saben hace rato: muchos de ellos están secuestrados en sus propios barrios y otros han terminado por sucumbir a la tentación del dinero sucio y fácil. Hoy, para muchos jóvenes, tener ropa de marca y zapatillas de última generación es la única seña de identidad a la que cabe aspirar, habiéndose derrumbado todos los referentes éticos, políticos y espirituales a los cuales admirar y seguir. El sentido comunitario y colectivo fue arrasado por un individualismo nihilista en que “consumir” reemplazó al verbo “ser”, y en esa tierra baldía el narcotráfico clavó victorioso sus banderas.
Por eso es particularmente grave que ese narcotráfico haya infestado el padrón electoral del Partido Socialista de Chile. Los datos eran evidentes antes de la última elección de su directiva: 3.965 militantes componían el padrón en San Ramón, el más grande a nivel nacional (casi el 10% de los votantes). ¿No era sospechoso ese abultado número, sobre todo después de que se investigan desde hace ya tiempo los posibles nexos entre el alcalde de esa comuna, exmilitante socialista, con el narcotráfico? Pero los más altos dirigentes socialistas prefirieron mirar para el lado. Era más importante juntar votos para no perder el poder que cuidar ese patrimonio que es la historia e identidad de un partido crucial en el devenir político de Chile en las últimas décadas. El partido de Marmaduque Grove, Óscar Schnake, de Raúl Ampuero, de Salvador Allende, el partido sin el cual la transición pacífica de la dictadura a la democracia en Chile no hubiera sido posible. El partido al que ingresó el olvidado y poético escritor Héctor Barreto en la década del 30, porque “no soportaba ver a los niños pobres en la calle a pata pelada”.
La decadencia de la política comienza cuando los dirigentes con vocación de servicio, y los con visión y espesor intelectual y moral, son reemplazados por operadores aspiracionales, cuya ambición de poder es inversamente proporcional a su talento. ¿Qué hizo Álvaro Elizalde y muchos de los que lo han acompañado en su meteórica carrera política para erradicar este cáncer que hoy se ha instalado al interior del partido que dirige? No lo olvidemos: él fue uno de los artífices de esa operación vergonzosa que consistió en sacrificar a un líder histórico —Ricardo Lagos— en una votación “secreta”. Allí se reveló el modo de operar de una generación que supuestamente traía la renovación, pero que en realidad imponía métodos y estilos indecentes, reñidos con el viejo compañerismo socialista. Ahí empezó la decadencia moral y política del PS. Al narcotráfico le conviene que políticos con autoridad y temple (como Lagos) desaparezcan de escena. Es más fácil manipular a los advenedizos cuyo móvil es la envidia y el amor al poder, que a políticos intachables y con visión de Estado.
Mirar para el lado y lavarse las manos se han convertido en el deporte nacional. Es verdad que la crisis del PS no tiene un solo nombre y apellido: pero, por su envergadura, alguien tiene que dar la cara y asumir con virilidad y estatura su responsabilidad política. Si las termitas ya están instaladas en un partido sólido, fundado en sueños colectivos e ideales como el PS, no nos extrañe que esta enfermedad se viralice en todo el espectro partidista y termine convirtiéndose a la larga en la más letal “influenza” que ha aparecido a las puertas de este invierno: la narcopolítica.