“¿Por qué, tras soñar tantos años con la vuelta al hogar, esos viajeros lo abandonan de nuevo al poco tiempo de su regreso? Es difícil de explicar. Tal vez, para quienes regresan tras una larga ausencia, la combinación de profundos sentimientos con la influencia despiadada del tiempo solo pueda generar desilusión. El paisaje ya no es tan bonito como recordaban. La sidra local ya no es tan dulce. Los edificios pintorescos están tan restaurados que es imposible reconocerlos, y las viejas tradiciones han caído en desuso y han dado paso a nuevas y desconcertantes distracciones. Y aunque uno antaño creía residir en el mismísimo centro de ese pequeño universo, resulta que apenas lo reconocen, si es que lo reconocen. Pero los sabios aconsejan mantenerse bien lejos del antiguo hogar. Pero ningún consejo, por muy bien cimentado que esté en la historia, sirve para todos. Dos hombres, como sucede con las botellas de vino, pueden ser muy diferentes por haber nacido por una diferencia de un año o en colinas vecinas. A nuestro viajero, por ejemplo, plantado ante las ruinas de lo que fue su hogar, no lo abrumaron la conmoción, la indignación ni la desesperación. Al contrario, compuso la misma sonrisa, nostálgica y a la vez serena, que al ver el camino cubierto de hierba”.
Estas palabras, escritas hacia el final de
Un caballero en Moscú, la excelente novela de Amor Towles, resumen y a la vez condensan la vida del singular Conde Alexander Ilich Rostov. Su increíble trayectoria, serena, benevolente, aunque también sobresaltada y azarosa, abarca casi medio siglo en la cruenta historia de la Unión Soviética, desde su fundación, hasta los terremotos políticos de los años 50. El 21 de junio de 1922, Rostov es trasladado fuera del Kremlin, llevado a través de la Plaza Roja e ingresado al fastuoso Hotel Metropol. Sin embargo, en lugar de conducírsele a la habitual
suite que ha ocupado por décadas, se le instala en una pieza minúscula. Puesto que es considerado un aristócrata impenitente, es sentenciado a arresto domiciliario indefinido. El Conde ya había sido condenado a muerte, eludiendo esa pena debido a un poema sedicioso que compuso en la juventud. Los jueces se la conmutan y pasará el resto de sus días en el Metropol, ejemplo de la decadencia que el gobierno desea erradicar.
Erudito, refinado, dotado de aguda inteligencia, Rostov fue un cliente asiduo de ese establecimiento hotelero, que está a pasos del Kremlin, del Bolshoi, de los grandes museos y además, de lugares menos recomendables, tales como la Lubianka, el KGB o las oficinas de la policía secreta. Sin estudios universitarios y pese a haber pasado la treintena, el Conde se ha dedicado con pasión a los placeres de la lectura y la buena mesa. En este forzado capítulo de su existencia, irá formando un remedo de normalidad mediante las relaciones amistosas con algunos de los heterogéneos trabajadores del Metropol, lo que le permitirá descubrir los escandalosos secretos que se ocultan en sus pisos.
Entonces el Conde, quien da el título
Un caballero… a este libro, aprovechará su oficio para reflexionar sobre qué es aquello que nos hace ser lo que somos. Towles ha construido una ficción calificada como una intriga de esas que ya no se hacen, un relato decimonónico en cuanto a su elegante estilo, una notable recreación de sucesos que puede evocar a las impetuosas tramas de Dostoievski o Tolstoi o a la melancolía que caracteriza a Chéjov o Turgueniev. El dominio perfecto del idioma y la cercanía con todo lo eslavo que demuestra Towles, un autor norteamericano, son asombrosos. Ello hace posible que creamos cada cosa que nos cuenta, por mucho que se trate de situaciones inverosímiles o demasiado desternillantes. Quizá
Un caballero… no sea el único volumen que nos entrega un panorama cómico acerca de un sistema totalitario, si bien debe ser uno de los raros ejemplares que abordan el bolchevismo con un sentido del humor que permea la obra. Estamos tan acostumbrados a crónicas escalofriantes sobre el estalinismo, que en esta oportunidad, es refrescante considerar a esa dictadura bajo un lado cómico. Y vaya que hubo comicidad e inclusive absurdidad durante la tiranía moscovita.
Towles, además, sabe que los nombres del alfabeto cirílico pueden ser impronunciables, de modo que se esfuerza en darnos claves para la dicción de esos patronímicos. Son consejos superfluos, ya que escoge bien a sus personajes. Aparte de Rostov, ellos son Anna Urbanova, glamorosa, brillante e irresistible actriz, quien posee un oportunismo desatado para relacionarse con el poder, por más que arriesgue el pellejo para asistir al Conde; Nina Kultova, hija del protagonista, de talante dócil, protegida por la ubicua Anna; Sofía Rostov, sobrina del héroe, que se convertirá en una destacada pianista; el malhumorado chef Misha, que envejece mal, y los guapísimos mozos Emile y Andrey, que se desplazan por el Metropol como peces en el agua. Como toda narración situada en la patria de los zares y después regida por los comunistas,
Un caballero… posee otra innumerable cantidad de figuras, desde líderes como el propio Stalin, Kruschev, Bulganin, artistas de la talla de Rachmáninov, Mayakovsky, Ajmátova, hasta figuras menores como choferes, empleados, botones, limpiabotas, secretarias, mucamas y muchos más. De esta manera,
Un caballero… fuera de sus méritos literarios, nos provee un friso novelístico hilarante y humano.