De más está recordar las enormes expectativas que puede despertar un nuevo estreno de Guillermo Calderón, el más brillante realizador teatral chileno surgido en la última década y el de mayor repercusión foránea de que haya registro; cuya obra ha marcado un hito en términos de vanguardia creativa. Sobre todo considerando que “Dragón” es la primera propuesta suya que escribe y dirige desde “Mateluna” en 2016, o sea con control total sobre texto y puesta, el formato que cimentó su prestigio (hace dos años “Beben”, escrita por él, pero bajo otra dirección, lució bastante inocua).
Lástima que lo que se ofrece aquí está lejos de lo esperado. Más árida aún que “Mateluna”, da una impresión todavía más fallida. Como que Calderón perdió, al menos por ahora, su ‘toque': ese don suyo de resignificar las imágenes que crea con corrosivo sarcasmo crítico y trastocar sus artificios escénicos —de radical ruptura a-dramática y a-teatral— en un desnudamiento tan insidioso como anárquico de las contradicciones de nuestro tiempo. Fuerza es decir que en los últimos años fue absorbido por el éxito de su otra vertiente, la escritura para cine (los nuevos filmes de Andrés Wood y Pablo Larraín tienen guiones suyos).
Desgrana una serie de reuniones de un colectivo artístico de artes visuales llamado Dragón, que prepara una acción de arte en tributo al intelectual y activista revolucionario Walter Rodney, de Guyana. En el trascurso, el proyecto —que hará explotar un auto rojo aludiendo dónde fue asesinado en 1980 a los 38— sufre varios contratiempos y drásticas alteraciones que revelan el frívolo esnobismo e incompetencia de su trío de gestores. Una de ellos es —o podría ser— también otra mujer, lo que se indica por sucesivos cambios de pelucas. Todo ocurre en una fuente de soda en Plaza Italia, que es el lugar de trabajo del grupo.
Está claro que la entrega —con su aire lúdico, los giros del relato cada vez más delirantes y el estilo de actuación a que apunta el idóneo elenco: dos actrices y un actor— se mueve en el registro más abiertamente en comedia que nunca antes buscó Calderón. Pero a poco andar la ficción, con sus reiterados vuelcos arbitrarios e impredecibles y su ánimo burlón se muestra incapaz de capturar el interés y adhesión del espectador en cualquiera de sus aspectos, que son muchos. Plantea soslayadamente tantas interrogantes sobre cuestiones tan variadas —la relación entre arte y vida, desde luego, los avatares del proceso creativo y la inutilidad de su resultado, la obra escénica como acción política, el racismo, la amenaza del populismo y los gobiernos protofascistas, etc.— que, a fin de cuentas, termina por no abordar de modo atendible ninguna de ellas.
Difuso es el concepto que más a menudo aparece en la mente de quien presencia esta obra con exceso de pretensiones. Es una propuesta por completo vaga e imprecisa en su historia y personajes, borrosa en su humorismo ineficaz, poco clara en su desvaído sentido final. Despliega un abigarrado vacío que no deja al público nada de que asirse. Los recursos teatrales que pone en juego —la escenografía con 20 mesas y sus sillas que entorpecen todo desplazamiento, las proyecciones de registros documentales de Rodney, los cambios de vestuario, los temas folk y country cantados en inglés— en vez de aportar agregan otro factor de desconcierto.
Teatro UC. Miércoles a sábado, a las 20:00 horas. Hasta el 29 de junio.