No hay nada que inmovilice tanto como el miedo. No es solo el miedo evidente de algún incidente que nos asuste. Es el miedo sordo y callado a la existencia, en particular al dolor. Tenemos miedo a lo nuevo, a lo desconocido, a la posible agresión, a la ruptura de la paz construida cotidianamente que nos da una cierta rutina segura, esperable, predecible. Nos permite sobre todo tener expectativas realistas respecto de nosotros mismos, y también de los demás.
Por eso la locura da tanto miedo. Súbitamente, quien era, ya no es. Y la vida está tan basada en las expectativas que tenemos del comportamiento propio y ajeno, de la manera cómo la naturaleza se comporta, y cada día es seguido por una noche y luego viene un nuevo día, que cuando algo rompe esa rutina esperada, el cuerpo y la mente se ponen en alerta, porque lo que ha aparecido es el miedo.
El miedo se asocia al peligro. Tenemos miedo a los ladrones, por ejemplo. Pero nos cuesta reconocer el miedo que tenemos de nosotros mismos. Hemos armado esta persona lentamente desde la infancia y cualquier ruptura de esa identidad es un golpe al equilibrio básico que necesitamos. Lo que olvidamos o nos cuesta aceptar es que el miedo es también una defensa básica ante la vida, y es parte fundamental de la salud mental y del equilibrio de la personalidad. Debiera ser un amigo protector, pero a la vez cauteloso. Aun así, el miedo ha aumentado. Los espacios permitidos para el dolor son cada vez más pequeños, las familias están más disgregadas y el tiempo para los otros es cada vez menor. La soledad hace que el miedo sea un enemigo verdadero, que impide la originalidad.
Está tan definida la “normalidad”, está tan castigada la locura sana, que a veces parecemos un ejército donde hay que marchar más que caminar a nuestro propio ritmo. Hay autores que relacionan la soledad de la vida actual a la dificultad de ser distinto y compartir esas diferencias.
Es cierto también que en la soledad de la vida moderna es apaciguador encontrar personas que se nos parezcan. Pero la gracia de vivir en comunidad es combinar la sensación de pertenencia con la capacidad de gozar las diferencias. Se aprende de lo ajeno cuando escuchamos con mente abierta y no dejamos que el miedo domine nuestras relaciones y nuestro propio ser. Si la soledad es el mal de los tiempos, entonces abramos espacios de aceptación y tolerancia, y así disminuiremos el miedo.