J. M. Coetzee (1940) es un caso que rompe la leyenda negra que ha rodeado al premio Nobel, según la cual casi todos los laureados por la Academia Sueca caen en una fase de decadencia tras recibir esa distinción que, como pocos, Coetzee merecía al obtenerla en 2003. Por el contrario, después de esa fecha el escritor sudafricano ha producido un impresionante corpus en el que resaltan algunas de las mejores obras en lo que va corrido de este siglo:
Diario de un mal año (2007);
Verano (2009), o
Siete cuentos morales (2018), por mencionar determinados ejemplos. En términos amplios, Coetzee desarrolla una propuesta radical en torno al lenguaje, a los temas que elige y al ambiente social, ético y político en el que se desenvuelven sus narraciones: por lo general, transcurren en localidades inubicables en el mapa o sitios donde la civilización ha dejado imperceptibles huellas; tampoco los hechos que expone poseen una cronología tradicional, ya que apenas sabemos cuándo es día y noche; los lugares usuales son páramos desolados, puebluchos miserables, o bien sitios donde la modernidad ni se conoce; la gente que presenta es desagradable, con una autoestima bajísima; en fin, a primera vista nada hay menos atractivo que un título de Coetzee, pero ninguno como él logra transmitir esa sensación de vaciedad que caracteriza a buena parte de la cultura de hoy.
La muerte de Jesús, de reciente aparición, completa la trilogía sobre la vida de David, un niño de características extraordinarias, aunque condenado al fracaso precisamente debido a sus dones, a la forma en que ellos se explotan y al medio alrededor del cual gira su existencia. Por cierto, la mención del Redentor es irónica al establecer paralelos entre Cristo y un infante que no tiene idea quién fue. Con todo, a partir de la segunda mitad de este excéntrico volumen hay una dimensión profundamente religiosa al convertirse David en una especie de santo y mostrar cada uno de los actores una maníaca obsesión por el más allá.
A pesar de la mediocridad universal, o debido a la grandilocuencia árida que se cierne sobre David, y pese al talante mortecino del relato,
La muerte… es un texto de elevada sofisticación y de alcances tan eruditos, que a cualquier lector se le pueden pasar por alto. Así, el único libro que David ha leído es
Don Quijote, que se sabe de memoria, claro que en una versión abreviada: a partir de ella narra episodios que jamás han formado parte de la novela de Cervantes y con los cuales encandila a su enfervorizada audiencia. El profesor de música del protagonista se llama Juan Sebastián Arroyo y la palabra “arroyo” se dice Bach en alemán. Su mujer, asesinada por el psicópata Dimitri, obedece al nombre de Ana Magdalena, la esposa del compositor. El idioma original de
La muerte… es obviamente, el inglés, aun cuando se halla tan contaminado por otras lenguas, en especial el español y el alemán, que termina por ser un habla cosmopolita que se conversa a lo largo de todo el planeta. Y para terminar con una superficial enumeración de alusiones ilustradas, un personaje que aparece en cada uno de los tomos de la serie es Alyosha, que corresponde al menor de
Los hermanos Karamazov, de Dostoievski.
David es un huérfano adoptado por Simón e Inés, una pareja nada de convencional: nunca se han casado, son solo amigos o compañeros (se usa el vocablo castellano), viven en departamentos separados dentro del mismo edificio, se hacen acompañar del perro Bolívar, adorado por David, y sin que quepan dudas han brindado al chico un apoyo y amor incondicionales. Eso, por descontado, es insuficiente para el muchacho, quien exhibe rasgos de genio: juega fútbol mejor que un profesional; baila como si estuviera en el Bolshoi de Moscú; posee, tal cual lo insinuamos, facilidades lingüísticas asombrosas, por más que sea un tarado para las matemáticas, pues ni siquiera es capaz de aprender las cuatro operaciones básicas. Por consiguiente, David se aburre con sus padres, sobre todo con Simón, porque este último demuestra una total incompetencia para responder las preguntas que, de modo incesante, el muchacho le formula.
Entonces decide aceptar el ofrecimiento de Julio Fabricante, director de un orfanato que cuenta con María Prudencia, una gran futbolista. Ahí contrae una misteriosa enfermedad cuyo diagnóstico es igualmente enigmático. Su cuerpo se encoge, se reduce, en la práctica se jibariza y finalmente muere en el hospital, sin que sus restos puedan ser recuperados por ningún individuo o institución. La burocracia, la ignorancia, la cháchara en apariencia docta, por mucho que constituya un galimatías culterano de médicos, enfermeros, científicos, de poco sirve para comprender qué es lo que ha pasado con el inválido. Desde este momento, David se metamorfosea en una imagen mística, milagrosa, celestial y
La muerte… deviene una trama de extravagante y sobrecogedor aspecto metafísico, en la que junto a la veneración que suscita David, se discute sobre las estrellas, los planetas, la certeza, o bien la ausencia de creencia en la inmortalidad y en particular, la catástrofe que significa que un ser deje de ser. Coetzee compone argumentos poblados por personas si no insignificantes, al menos comunes y corrientes, cuyos rasgos psicológicos carecen de relevancia y únicamente se expresan por medio de diálogos, tan abundantes en
La muerte… que se diría que estamos ante una pieza de teatro. Sea como sea, se trata de una sobresaliente ficción.