Recibí reacciones encontradas por sugerir la necesidad de reforzar ciertos acuerdos éticos para poder vivir en libertad: de inmediato surgió en algunos el temor de que se esté tratando de imponer “absolutos” atentatorios contra el pluralismo y la tolerancia.
Por supuesto, no es fácil construir un consenso moral, pero tampoco es imposible. De partida, lo que se pide no es unanimidad, pues siempre habrá diferencias en la apreciación de muchos temas, sentimientos y valoraciones divergentes. Más aún —aunque algunos parecen no creerlo y ello desafíe las verdades posmodernas—, no partimos de cero y de hecho compartimos un conjunto de valores heredados que han probado ser los más eficaces para la supervivencia de la especie y para vivir en sociedad.
Sin embargo, es igualmente cierto que el problema es complejo y suscita varias interrogantes. ¿Es el relativismo ético la única forma de pensar compatible con una democracia liberal? Cuando sostenemos que ciertos códigos de conducta son mejores que otros, ¿atentamos contra la legítima diversidad? ¿O, por el contrario, como he sostenido, las sociedades necesitan compartir ciertos códigos morales para poder mantener la libertad y la civilización? Si es así, ¿quién los determina y de acuerdo a qué criterios? En suma, ¿cómo se puede generar un acuerdo respecto del bien, que al mismo tiempo respete la libertad de los individuos? ¿Cómo definimos cuáles son estos bienes universales compartidos y aseguramos su predominio sin sacrificar amplios márgenes de libertad personal?
Los seres humanos perseguimos fines diversos y no todos son compatibles entre sí; por ello, una de las características de la modernidad es la existencia de sociedades donde cohabitan diversas creencias y opiniones, las cuales se toleran unas a otras. Es más, la raíz intelectual fundamental de todos los totalitarismos es la presunción de que existen conocimientos ciertos y un bien único, objetivamente comprobable, que solo algunos iluminados son capaces de percibir y pueden, en consecuencia, imponer a otros por medio de la coerción y contra su voluntad explícita.
Isaiah Berlin sostiene que el reconocimiento de la pluralidad de fines y de valores es el concomitante de la libertad intelectual. Pero argumenta, con igual fuerza, que el entendimiento humano también depende de la posibilidad de reconocer que existen, junto con la diversidad, otros valores comunes que las personas deben buscar para mantener su calidad humana. Esto implica, por ejemplo, acordar que hay concepciones de la “vida buena”, como el nazismo y otras, que es preciso condenar.
Ahora bien, el rechazo de verdades monolíticas impuestas por la autoridad no significa necesariamente repudiar la idea misma de la moral, ni impide el desarrollo de un patrimonio cultural común y de valores compartidos. La tolerancia no es sinónimo de neutralidad o indiferencia, ni obliga al escepticismo ético. El filósofo Charles Taylor afirma que la evaluación moral está al centro de la identidad humana y que, si bien hoy ya no existen las fuentes tradicionales que definían el bien y el mal, ni tampoco referencias incuestionables que permitan delimitarlos con precisión, es posible, al menos, articular una “ética de la benevolencia y de la justicia universal”. Sin embargo, es posible ir incluso más allá en la argumentación, planteando preguntas adicionales. ¿Es posible vivir en democracia si no creemos que la resolución pacífica de las diferencias es mejor que la violencia? ¿Podemos negar que la verdad es mejor que la mentira? ¿No podemos acordar que es bueno el respeto a la palabra empeñada y buenas la integridad, la lealtad, la compasión, la honestidad, la preocupación por el bienestar de los otros, la libertad, la equidad y el respeto por la dignidad de todos?