Con audacia y coraje, “El círculo” se atreve a abordar uno de los traumas más dolorosos y controversiales de la humanidad en el último siglo: el conflicto árabe-israelí. Una tensión que llega a cada rincón en que haya personas pertenecientes a esos pueblos, pero de la cual se procura no hablar y de la que muchos en verdad saben muy poco. Lo hace del modo en que es imposible evitar la confrontación: poniendo cara a cara en escena a hombres y mujeres de esos orígenes —tres y tres, dos hombres y una mujer por lado, todos adultos jóvenes de clase media, actores por cierto— para ver qué pasa.
Opus 3 de la talentosa directora Andrea Giadach, de ascendencia palestina (cuyo debut, “Mi mundo patria”, en 2008, fue brillante), esta vez en coautoría con Alejandra Díaz Scharager, de madre judía, quien también actúa, su resultado —que enfrenta a una herida personal y sociocultural que está al lado nuestro y no vemos, o preferimos no ver— es extraordinariamente estimulante.
La propuesta se mueve mayormente en la línea del teatro documental, también llamado “biodrama”, que pone en escena testimonios biográficos reales. De modo que el prólogo, que busca ubicar el planteamiento en el contexto de la creación universal, no llega a cuajar con lo que sigue. Primero, la reunión inicial de los seis performers, quienes no encarnan personajes, sino que hablan por sí mismos (pese a que se identifican como palestino 2 o judío 1); ellos se han juntado para elaborar un montaje colectivo y su interacción da cuenta de los prejuicios y odiosidades mutuas a nivel informal. Luego, ya en un ensayo, cada cual habla sobre cómo llegaron sus antepasados a Chile y la ligazón con su cultura y tradición particulares, que por lo demás comparten la misma raíz. Cuando se menciona a Israel, estalla el debate y las reconvenciones llevan a la escenificación de incidentes de violencia en Gaza y la zona en disputa.
Una séptima ejecutante, la actriz Shlomit Baytelman, ejerce como una suerte de conciencia guía de la exposición: da su testimonio, reflexiona, lee textos de poetas judíos y palestinos, a veces canta aires vernaculares. La complejidad del tema no impide que a ratos surja el humor, se baile e incluso haya un número propio de un musical (porque un actor quiere que el espectáculo sea de ese género). A un costado, sobre una pantalla, se proyectan atractivas imágenes en movimiento, fotos familiares y de época y mapas.
Una idea notable hace posible que un performer adopte la voz de otro del bando contrario cuando recuerda, por ejemplo, a sus abuelos; o más aún, que en las escenas violentas un judío se transmute en un guerrillero árabe o viceversa. Lo que les obliga a ponerse en el lugar del otro. Así, con honestidad y emoción, el grupo se interroga sobre qué significa ser judío o palestino; acerca del apego a las tradiciones ancestrales y el sentido de lealtad hacia su comunidad, y en torno a cómo se puede explicar que eventos tan lejanos despierten antagonismos irreconciliables entre chilenos de esas cunas. No quiere ni puede dar respuestas, pero como se indica desde el título, la obra constituye un esfuerzo por evitar que ello siga siendo un círculo vicioso, un dilema insoluble; señala que un buen principio es hablar mirándose a los ojos, tratando de entender la circunstancia de quien está delante. Porque todos, como se dice en escena, somos “vivientes”, humanos.
Matucana 100. Jueves a sábado, a las 20:00 horas. Domingo, a las 19:00. Hasta el 9 de junio.