En el concierto del viernes en el Teatro Municipal de Ñuñoa, la Orquesta de Cámara de Chile, dirigida por Nicolas Rauss, ejecutó cuatro obras. De ninguna de ellas se podía decir “otra vez lo mismo”; al contrario, cada una fue un aporte al repertorio, pues no tienen un lugar obvio en los programas. El responsable es Rauss, que ya nos ha acostumbrado a esperar que saque ases bajo la manga y nos depare bienvenidas y gratas sorpresas.
Otro rasgo que compartieron las composiciones oídas es que, ya viniesen de Inglaterra (Elgar), Chile (Soro), Italia (Martucci) o Francia (Poulenc), están alejadas de cualquier intento de trascendencia, apelando antes que nada al buen oficio, al bon goût, a la emocionalidad inmediata o al brillo y el humor. Nada de profundidades insondables; solo placer.
De Elgar (1857-1934) se oyó su “Canción de la noche”, compuesta originalmente en 1889 para piano y posteriormente orquestada por el compositor. Se trata de una miniatura amable, de elegancia muy “british”, y que ya revela rasgos de lenguaje que serán el sello del compositor en obras posteriores. La “Suite para pequeña orquesta”, del chileno Enrique Soro (1884-1954) fue una gratísima revelación. Fue compuesta en 1902, a los 18 años, durante sus estudios en Milán, y revela un estupendo oficio, reafirmando la idea de que Soro amerita un constante redescubrimiento. De Giuseppe Martucci (1856-1909) se escuchó una de sus obras más difundidas, el “Nocturno”, Opus 70. La obra es una mixtura de melodismo italiano, próximo a Puccini y Mascagni, y recursos armónicos más “espesos”, a la manera germana. El resultado es profundamente emocional y atractivo, y Rauss y la orquesta se esforzaron en brindar una versión que mantuviera la sobriedad con la medida justa de almíbar.
El plato fuerte fue la “Sinfonietta” de Francis Poulenc (1899-1963). La obra, de 1947, ya desde su nombre revela la intención del autor de no adscribirse al concepto tradicional de la sinfonía. La música es fiel reflejo de la actitud asumida por el Grupo de los Seis: traer la música a la tierra, impregnarla de cotidianeidad, teñirla de circo y cabaret si fuese necesario. Basta de música para ser escuchada con los ojos cerrados y “la cabeza entre las manos” (Wagner), o atmósferas brumosas y delicuescentes (Debussy). La “Sinfonietta” es, de cabo a rabo, una exhibición de vitalidad e ingenio, y su chispeante conclusión pareciera un homenaje al humor que derrochan los movimientos finales de las sinfonías de Haydn.
Un gran concierto, no solo por la novedad del programa, sino por el excelente desempeño de la orquesta y la maestría indiscutible del director, lo que fue reconocido y premiado con ovaciones por el numeroso público.