No es primera vez que el fútbol chileno pasa por un momento donde dan ganas de quemarlo todo. A fines de los años 60, por ejemplo, tras la locura que se vivió en Chile por la excelente actuación en la Copa del Mundo disputada en casa, quedaba claro que la actividad no se había desarrollado como se esperaba. Al contrario, cada vez se deprimía más, se estancaba en todo orden. Fue entonces cuando el dirigente Juan Goñi —quien llegaría luego a ser vicepresidente de la FIFA— se despachó su frase más emblemática: “Al fútbol chileno hay que echarle parafina y prenderle un fósforo”, dijo.
Claro, todos celebraron la ocurrencia pero pocos hicieron algo por ponerse a trabajar en el tema de fondo. Había que hacer un reordenamiento, profesionalizar y racionalizar gastos, establecer planes y refundar. Pensar el fútbol, en definitiva. Pero nada. Apenas algunos intentaron buscar nuevos caminos de desarrollo pero en la actividad terminó enquistándose, para siempre, una mediocridad que se convirtió en sello distintivo del fútbol chileno y que solo fue atenuada a ratos con algunos triunfos (la mayoría morales) y un par de clasificaciones mundialistas que no dejaron sabor a nada.
Todo pareció cambiar con el impulso evidente que le dio al desabrido medio nacional la llegada de Marcelo Bielsa y el paralelo nacimiento de la mejor generación de jugadores que ha dado la historia. Pese a que el peso de las vetustas estructuras se mantenían y que el cambio de régimen de las instituciones (de corporaciones sin fines de lucro a sociedades anónimas deportivas) demostrarían rápidamente que no llevarían a grandes revoluciones, se instaló la esperanza en Chile de un nuevo orden: se podía jugar sin temores, se podía ganar, se podía moldear al jugador del nuevo siglo sin revestirlo de los temores históricos. O sea, había opción de evolucionar.
Así, sin darse cuenta, el fútbol chileno pasó a ser la niña bonita de la cuadra, el modelo a seguir, la envidia (no sana) de los vecinos.
Goñi hubiese estado feliz porque su fósforo por fin parecía que había incinerado lo peor de lo nuestro.
Pero no. Fue solo un espejismo. Una racha. Un paréntesis.
Los dirigentes que antes se equivocaban por ser “demasiado hinchas” fueron reemplazados por dueños y empleadores que tienen como objetivo el negocio rápido. No a la inversión de largo plazo y sí a la ganancia como único objetivo.
Los entrenadores nacionales, más que aprender y sacar lecciones, se fueron convirtiendo en una cofradía impenetrable, llena de gurús de mentira y personajillos envidiosos. Y lo peor, bastante ignorantes al no distinguir las mínimas tendencias tácticas imperantes en el mundo.
No es todol. Los jugadores que alcanzaron la máxima gloria, en lugar de convertirse en modelos a seguir, se empecinaron en vestirse con el traje de intocables, tirando al tacho todos los buenos recuerdos y la esperanza de una reconversión.
De esta manera, cambiamos. Volvimos a ser los peores chicos del barrio. Siendo los más malos en los torneos sudamericanos. Con una selección quebrada y donde se apuesta al chiripazo. Con amenazas de paro. Con juveniles actuando no por derecho, sino que como parches,
Lindo fútbol chileno.
Traigan la parafina y los fósforos de una buena vez.