Los vestigios de las viejas fábricas soviéticas —moles de cemento con los vidrios quebrados, fierros torcidos, grúas oxidadas—, paralizadas desde la caída de la URSS, son parte del paisaje de Armenia y de Georgia, dos países exsoviéticos, hoy independientes y democráticos, pero que todavía sienten el peso de ser vecinos de Rusia. Esas enormes industrias abandonadas, toscos monumentos y los bloques de viviendas iguales, típicos del comunismo, conviven con modernos edificios —y otros no tanto— que albergan empresas locales pujantes, compañías transnacionales y emprendimientos globalizados. Las semejanzas aparentes, y los resultados económicos similares, sin embargo, esconden grandes diferencias entre ambos países de la región del Cáucaso.
Parte de la bullente actividad económica de Armenia se debe a que empresarios de ese origen, llegados principalmente de Argentina y EE.UU., han invertido enormes sumas en los florecientes sectores bancario e inmobiliario, en infraestructura, en filantropía y en cultura, colaborando con la restauración de antiquísimas iglesias y sitios arqueológicos. Otro tanto se le debe atribuir a la relación con Rusia, que provee la energía (gas y petróleo, y una planta nuclear) a cambio de productos agrícolas, incluido vino y brandy. Armenia, el primer Estado cristiano, confía en Moscú para su defensa. Las tropas rusas alojadas en dos bases militares son un fuerte disuasivo para que ni Turquía ni Azerbaiyán, sus hostiles vecinos musulmanes, intenten una aventura militar en la región. Claro que esto se traduce en que Armenia permanezca en la esfera de influencia económica rusa, la Unión Económica Euroasiática, una especie de Mercosur que dificulta la liberalización del comercio y pone freno a la enorme energía creativa y emprendedora ancestral de los armenios.
Georgia ve su futuro en Occidente. Ya es miembro asociado de la Unión Europea y desea formar parte de la OTAN, aspiración que una guerra con Rusia, en 2008, no ha sepultado. Una apertura comercial amplia y buenas condiciones para la inversión extranjera y el turismo alientan la economía, que ha crecido sostenidamente los últimos diez años, lo que para cualquier transeúnte se ve reflejado en los modernos autos que circulan por las calles y carreteras, y que van relegando a los pueblos los viejos ladas rusos. En Georgia, comprar un auto europeo o japonés, nuevo o usado, incluso con el volante a la derecha, es tan habitual como andar con el celular en la mano. Situada en una región compleja, el país donde nació Stalin avanza a la modernidad y a la globalización, con el ojo atento a los movimientos de Rusia.
Siempre fue así. Tbilisi, la capital de Georgia que a inicios del siglo XX era una ciudad cosmopolita bajo dominio de los zares rusos, ha crecido, pero su centro histórico quedó congelado con la revolución bolchevique. Caminando por empinadas callecitas, con mapa en mano, encontré la casa de mi padre. Envejecida, pero en pie, ni una mano de pintura, nada de restauración —los edificios patrimoniales no se pueden modificar—, tal cual la dejara mi abuelo hace más de 70 años, cuando, siguiendo a su hijo, cerró la puerta y se vino a Chile.