Cuando estaba en el colegio, gracias a un amigo, recomencé mi vida cristiana y conocí el Rosario. Descubrí cosas obvias; que lo rezaban los hombres y también los jóvenes. Otra lección, fue distinguir en los misterios gloriosos la Asunción de la Virgen de la Ascensión del Señor: “Y los sacó hasta cerca de Betania y, levantando sus manos, los bendijo. Y mientras los bendecía, se separó de ellos, y fue llevado hacia el cielo” (Lc. 24, 50-51).
Pedro, los otros apóstoles y las santas mujeres permanecen entre admirados y tristes al ver que Jesús nos deja. No será fácil, en realidad, acostumbrarse a su ausencia física: el tono de su voz, su forma de actuar, de mirar, de sonreír, de hacer el bien. Hay alegría porque vuelva junto a la gloria de su Padre y tristeza por la separación: “Él, siendo perfecto Dios, se hizo hombre, perfecto hombre, carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre. Y se separa de nosotros, para ir al Cielo. ¿Cómo no echarlo en falta?” (Es Cristo que pasa, nº 117).
De todas maneras hay que recordar que Jesús se ha quedado y se nos entrega como alimento en la Hostia Santa, también cuando nos reunimos dos o más en su nombre y en la Iglesia, que es su cuerpo, donde nacen los sacramentos.
Al momento de la Ascensión, la Escritura nos dice que “ellos se postraron ante él y se volvieron a Jerusalén con gran alegría” (Lc. 24, 52). Caminando con ellos les preguntamos: ¿Pueden volver contentos sin Jesús? ¿Cómo vamos a entrar satisfechos a Jerusalén sin el Señor? Y al mirar los rostros de esos hombres y mujeres, con el tiempo, sus vecinos, amigos y parientes comenzarán a ver el rostro de Cristo: es la alegría de la continuidad y de la fidelidad.
Para la Iglesia primitiva, la Ascensión no es la ausencia de Jesús, pero sí un momento importante, que marca un antes y un después. Él vive en medio de nosotros de un modo nuevo: “Ya no está en un sitio preciso del mundo como lo estaba antes de la Ascensión; ahora está el señorío de Dios, presente en todo espacio y tiempo, cerca de cada uno de nosotros” (Francisco, 17-04-2013).
Cristo sigue presente en el mundo y se multiplica con cada conversión, vive en cada bautizado. Se encuentra en Jerusalén y en todas las ciudades del mundo, también en las más atormentadas por la injusticia y la violencia, porque en todas las ciudades estarán los cristianos y el mundo puede alzar la mirada con esperanza y alegría.
Paro no mirar el evangelio con nostalgia y ver nuestra vida “con gran alegría” (Lc. 24, 52), hoy y ahora podemos y debemos ver nuestra relación personal con Dios. Una vez que el Verbo se ha dignado a asumir la naturaleza humana íntegra y consagrar la tierra con su presencia y con el trabajo de sus manos, toda tarea noble es camino de santidad si nos acogemos a “la fuerza que viene de lo alto” (Lc. 24, 49).
A muchos bautizados la expresión “Cristo vive” los mueve a dirigir su mirada hacia el horizonte, su entorno y ambiente… y al no encontrarlo, estas palabras se transforman en un cliché. En cambio, para los primeros cristianos, “Cristo vive” remite a la Ascensión: “Vosotros sois testigos de esto” (Lc. 24, 48). Cristo vive, es un examen de conciencia personal: ¿vive en mi carácter?, ¿en mis estudios o negocios?, ¿en los necesitados?, ¿en mi libertad?, ¿en mi fin de semana?, ¿vive en las relaciones laborales?
Cuando los santos miran su tiempo no se sorprenden al ver trigo y cizaña —en la Iglesia y en la sociedad—; saben que la semilla es muy buena y que Dios, “el Señor del campo ha lanzado a voleo la semilla en el momento propicio y con arte consumada; además, ha organizado una vigilancia para proteger la siembra reciente. Si después aparece la cizaña, es porque no ha habido correspondencia, porque los hombres —los cristianos especialmente— se han dormido, y han permitido que el enemigo se acercara” (Es Cristo que pasa, nº 123).
Despertemos nosotros y ayudemos a los demás con el auxilio de la Virgen. Su presencia después de la Ascensión asume un significado de gran valor, porque con ellos comparte lo más precioso que tiene: la memoria viva de Jesús. Conservar y multiplicar esta memoria en medio del mundo, es la tarea que Dios espera de ti.
“‘Mirad, yo voy a enviar sobre ustedes la promesa de mi Padre; ustedes, por vuestra parte, quédense en la ciudad hasta que os revistáis de la fuerza que viene de lo alto'. Y los sacó hasta cerca de Betania y, levantando sus manos, los bendijo. Y mientras los bendecía, se separó de ellos, y fue llevado hacia el cielo. Ellos se postraron ante él y se volvieron a Jerusalén con gran alegría”.
(Lc. 24, 49-52)