Nunca supimos cómo, para viajar de Londres a Viena, nos vimos instalados en un avión mediano que, nos aseguraron, volaba entre ambas urbes en un santiamén. Era la línea del velocísimo Niki Lauda. Pero no fue la velocidad lo que nos impresionó sino la cantidad y la calidad de la comida de a bordo.
¡Qué hojaldres, qué “quiches” deliciosas, qué pavo asado (quizá la única vez que disfrutamos de la carne del avechucho, que oscila entre lo insípido y lo insoportablemente… pavoso)! En los pocos momentos en que pudimos levantar la vista del plato, veíamos cómo allá abajo, gracias a un día soleado, luminoso y sin nubes, desfilaba, lenta y majestuosamente, la selva del sur de Alemania, lugar encantador hoy y terrible antaño, donde morían las milicias romanas como moscas, y en cuyo honor se ha inventado una de las mejores tortas del mundo, la Selva Negra (esponjoso, muelle bizcocho de chocolate, crema, guindas).
Viena tiene, entre otras muchas virtudes, la de ser una ciudad verdaderamente imperial, pero a escala humana: Londres es también imperial, pero salida de madre; catorce o más millones de personas, en tanto que Viena tendrá uno y medio, si es que. Y todo concentrado en un área central civilizada, bien pensada, que gira no en torno a inmensos bancos internacionales, como en Londres, sino a la catedral de San Esteban. ¡Vaya, cosa!
Bueno, el caso es que, luego de peripatear una semana por esas callecitas llenas de tiendas de maravillosas porcelanas y de espectaculares pasteles, y de visitar el teatro de la Opera, donde se canta una ópera distinta cada día del año, y de comer Sachertorte y Wiener Schnitzel (dos platos perfectos en su sencillez), y de admirar en el Kunsthistorisches el salero de Cellini y trágicos principitos Austrias pintados por Velásquez, voluptuosos Klimts en el Belvedere, y de emocionarnos en el piso de Mozart, no tuvimos más remedio que enfilar hacia el aeropuerto que, como corresponde, no es de esos inmensos en que uno podría perderse para siempre sin jamás encontrar la salida, como en Madrid.
Y ya embarcados hacia Roma, en un modesto asiento económico, nos presentaron, como almuerzo, un salmón en brioche que nos dejó estupefactos por su perfección: lo comíamos lentamente, para no apurar el disfrute de algo tan notable, hasta que la placidísima ingesta terminó por un bandazo fenomenal que dio el avión, ¿se imagina, Madame, para qué? ¡Pues para evitar la colisión con otro avión que habíamos visto allá en lontananza y que, de pronto, se acercó como un bólido y se alejó del mismo modo! ¡Velocidad y buena cocina en Viena! ¡Válganos!
Wiener SchnitzelSalpimiente 4 escalopas delgadas y blandas. Páselas por harina, luego por pan rallado y, después, por huevos batidos. Fríalas en manteca de chancho, bien caliente 8 minutos por lado, hasta que estén perfectamente doradas. Sírvalas con rebanadas de limón y ensaladas.