Son más de cien años los que este mes cumplió la selección chilena, pero desde siempre su ruta estuvo marcada por querellas intestinas que socavaron su desarrollo. Pareció que los títulos de la Copa América de 2015 y 2016 iniciarían un nuevo orden. La fuerza de un destino, que parece escrito a través de una maldición, nos pone ante uno de los conflictos más severos que se recuerden en la centenaria historia de la Roja.
En contraste a los trances anteriores, el actual se desarrolla en el imperio de las redes sociales, donde los rumores van y vienen sin filtro de calidad y responsabilidad, con jugadores millonarios, en una hoguera de las vanidades donde los protagonistas polarizaron el escenario. Como ocurrió en otros ciclos, pero esta vez amplificado por los triunfos y el endiosamiento de los actores principales y de reparto, un grupo de futbolistas se creyó dueño de Juan Pinto Durán.
A diferencia de antaño, cuando la hinchada observaba por los diarios, revistas, radio y televisión, hoy la pira se alimenta sin pausas. El grueso toma posición, se cuadra con alguno de los bandos en pugna al recoger la filtrada información que surge desde los interesados y el silencio que se atrinchera en el lote mayoritario. En este tramo, Claudio Bravo leyó mejor la jugada. Tiró el mantel cuando se vio fuera de la convocatoria de la Copa América, empatizó con lo que la gallada quería leer o escuchar, supo victimizarse porque sabe que salvo un milagro digno de película de Semana Santa, sus días en el arco de la Roja concluyeron.
En definitiva, Bravo prefirió este final en la selección nacional. No quiso agachar el moño y ofrecer excusas a sus compañeros, quienes tampoco son blancas palomas y un dechado de virtudes en su condición de deportistas profesionales, pero que con razón exigían alguna explicación por los dichos de su mujer y suegra después de la eliminación ante Brasil. Ellos, como todo el mundo del fútbol, sabían que su capitán era tan humano como ellos.
Su orgullo fue más fuerte y en la encrucijada operó con la lógica del no me voy solo.
Sus ex cumpas de la banda “pitillo”, devenidos hoy en enemigos, salieron trasquilados con sus revelaciones frente a una afición que en la lógica del todo vale perdonó cualquier barrabasada (choque de Arturo Vidal incluido), pero que en esta ocasión, ante la comprobación de la derrota, encontró los culpables necesarios.
El Mundial de Rusia y la Copa América venidera debieron ser el epílogo merecido para un grupo de rendimiento deportivo extraordinario, que cambió para siempre la mentalidad de una generación. Lo hizo desde el juego, respetando la pelota, con jornadas memorables y otras donde la superioridad o la tradición nos recordaron que en el fútbol los peldaños no se escalan desde la voluntad. Al menos quedó claro que con monsergas y diatribas fascistoides no se podía jugar al fútbol y menos alcanzar la gloria.
Como en el Sudamericano del 57, el Mundial del 66 y Alemania 74, el escándalo de Maracaná, las eliminatorias de Japón-Corea 2002, Alemania 2006 y la Copa América 2007, otra vez el diablo metió la cola.