Los lugares donde vivimos, incluso los más modestos, guardan siempre algún enigma del pasado, porque el molino de la historia ha corrido ya suficiente, incluso aquí en el breve Chile, y el barrido de este arrogante presente no logra hacer desaparecer del todo su molienda. A ese residuo valioso de nuestro devenir suele llamársele patrimonio, siendo las celebraciones en torno al patrimonio chileno —que se llevaron a cabo la semana pasada— un éxito relevante que no sería apropiado dejar pasar. Ese éxito revela que existe un segmento social, bastante más amplio de lo pensado, que se interesa por ese legado, lo aprecia, quiere conocerlo, protegerlo, difundirlo, proyectarlo.
Ese grupo, activo y consciente, contrasta con una mayoría indiferente para la cual Chile es puro presente y desde ese presente, el de hoy, se halla, a su vez, lanzado ciegamente hacia el futuro, condenado así a borrarse en algún momento al igual que todas las capas anteriores, de las cuales van quedando lánguidos vestigios, ellos también en vías de extinción. La realidad en Chile pareciera, entonces, tender a convertirse en porosa, volátil, sin espesor, incapaz de marcar una impronta perdurable que se prolongue en el tiempo. En la medida en que prevalece esta visión, la cultura, en vez de evolucionar adicionando capas sobre capas, quiere ser una línea que avanza sin considerar la estela que deja tras sí.
Es fácil echarle la culpa a nuestra naturaleza sísmica de este cíclico empezar todo de nuevo, pero es posible que haya razones más profundas que tienen que ver con la manera colectiva de relacionarnos con el pasado. Lo cierto es que en Chile es arduo construir historia, en el entendido no tan solo del relato que elabora el historiador, sino de la memoria común que teje la sociedad, concebida no solo como el grupo de contemporáneos, sino como una comunidad abarcante, además, de las generaciones pasadas y por venir, memoria reflejada materialmente en el paisaje, en sus ciudades, en su forma de hablar, en su arte, en sus ritos comunes, en sus mitos y pasiones compartidas.
Se trata de un rasgo atávico, de larga data; una tragedia que no tiene mucho que ver con la enseñanza de la historia en las escuelas —cuyo enfoque y metodología actuales, dicho sea de paso, son profundamente errados— y que acaso tenga relación con nuestra pobreza de siglos. La memoria es un lujo que no pueden darse los pobres, dice por ahí Albert Camus, y, para ser sinceros, qué puede importarles un pasado que acaeció por sobre ellos sino para, en el mejor de los casos, constatar esa exclusión.