Chile es hoy eminentemente de clase media. Las estimaciones varían, pero se calcula que seis de cada diez compatriotas forman parte de la misma. Pero ella está lejos de ser un universo homogéneo. Antes que una posición estabilizada, anclada en la estructura social, la clase media es una aspiración, una identidad moral, un sentimiento. Se yergue sobre el logro de haber dejado atrás la indignidad propia de la pobreza y obtenido el reconocimiento, la autonomía y el trato merecidos. Por lo mismo, su relato reivindica el ascenso social basado en el esfuerzo individual y familiar, en oposición al subsidio, apoyo y protección del Estado.
Ser de clase media, y permanecer ahí, es algo que da trabajo. En esto no hay ayuda que valga. Exige a cada uno estar siempre atento para levantar demarcaciones: con los de arriba, para que no te aplasten; con los de abajo, para que no te pillen, y con los de al lado, para que no te excluyan. En gran parte son delimitaciones simbólicas que, a diferencia de las materiales, son relativas, porosas, mutantes: esto fuerza a estar atentos a su evolución y trabajar diariamente para crearlas o recrearlas.
La educación, el consumo, el barrio, así como la invocación a valores como el trabajo, el mérito, la familia o la limpieza, son algunos atributos de distinción. Crecientemente, sin embargo, el trato se vuelve un factor clave; es algo así como la prueba o test que verifica ser parte de la clase media. La condición de base es no ser “abusado”. Esto implica el fin a las relaciones verticales, a jerarquías basadas en linajes, al poder ejercido caprichosamente sin regulaciones previas, y en el campo laboral, a la realización de actividades respecto de las cuales no hay deliberación. La condición de clase media exige un trato horizontal, basado en el mérito, reglado por normas, igualitario en términos de dignidad, y relaciones de trabajo donde hay márgenes de reflexividad y autonomía.
La clase media se siente atenazada por dos pulsiones. La primera es el temor a caer, a retornar a la condición originaria de la que se arrancó: la pobreza, la indiferenciación, la indignidad. La segunda es la aprensión ante la posibilidad de no poder seguir subiendo en la escala social; de no lograr proyectar a futuro la experiencia vivida en los últimos treinta años, cuando una inmensa masa de población salió de la pobreza empujada por tasas de crecimiento económico que, a pesar de las promesas, no se han vuelto a repetir. Esto último es una fuente difusa de inquietud, la cual se vuelca ahora contra este gobierno (que prometió crecimiento) casi con la misma intensidad con que se volcó contra el anterior (que prometió igualdad).
Desde que la derecha chilena adoptó como relato la doctrina de los Chicago Boys, la clase media desapareció de su radar. Su atención se concentró, de una parte, en “cuidar a los ricos para que den más”, como lo dijera Pinochet con su singular simplicidad, y de la otra, en atender a los pobres mediante la focalización de los recursos públicos, evitando que estos cayeran en manos de la clase media. Esta, en efecto, debía olvidarse de la ayuda del Estado y recurrir al mercado para cubrir sus necesidades. Desde un punto de vista conceptual, en esto consistió buena parte de la llamada revolución neoliberal. Con el lanzamiento del programa “Clase Media Protegida”, el gobierno actual tiró todo eso por la borda, haciendo suyas las históricas banderas socialdemócratas. En buena hora. Pero no basta con una marca ingeniosa. Requisito básico es comprender las aspiraciones de la clase media, las que me temo son mucho más variadas, complejas y sutiles que la “protección”.