Ambos sentimientos están presentes en la mayoría de los corazones. La culpa es sentirse responsable y compungido por una obra realizada por uno mismo, sea esta real o imaginaria.
Es una emoción que en sí misma no es ni buena ni mala. Es humana. Viene de creer o sentir que rompimos algo importante, nuestros principios, nuestras lealtades, nuestros cariños. Porque hicimos o dejamos de hacer algo.
Es una emoción sana y necesaria para convivir. Los que no sienten culpa se llaman psicópatas.
Pero puede también ser un gran defecto, convertirse en patología, porque puede provocarnos daño en nuestras relaciones con los demás y en la percepción que tenemos de nosotros mismos. Si el sentimiento es excesivo y nos inhibe de ser quienes somos y de vivir con libertad, si aunque no la sintamos está ahí al acecho, lista para saltar ante la menor equivocación, estamos en problemas.
Hay normas en todo grupo social y en todos los seres humanos que lo componen. Esas normas se siguen, pero también se quiebran. Y el sentido del pecado, de la falta, son resultado de la conciencia de haberlas quebrado. Y eso es lo básico de la humanidad. Pecar y arrepentirse, dirían los creyentes. Equivocarse y reparar. Cometer delito y pagar por ello. Portarse mal y ser castigado, dirían los padres.
La búsqueda de la perfección es para los candidatos a santos; la normalidad está definida por el esfuerzo de hacer lo mejor posible.
La culpa puede ser inconsciente y es ahí donde se hace peligrosa. Ligada a experiencias que no recordamos, puede producirnos un gran temor. Y es así que se ligan la culpa y el miedo. Ambos paralizan, ambos nos detienen.
Hay muchos filósofos y psicólogos que sostienen que sin culpa no hay miedo y viceversa. Y hay también posturas que proponen la aceptación de la humanidad como un requisito de salud mental. Si la humanidad ha luchado por la libertad, ha luchado por reducir el miedo.
De ahí que el perdón sea tan importante en las leyes y en las religiones. Porque disminuye el miedo de ser humano.