Una noche hace demasiados años, estando hospitalizado, me levanté a mirar de dónde provenía un ruido muy escandaloso de baterías electrónicas y bajos. Me asomé por la ventana de mi pieza buscando algo así como un concierto de Kraftwerk, pero en el Parque Balmaceda no había nada ni nadie. Era tarde, era domingo. Constaté con inquietud que los ruidos persistían dentro de mi cabeza y que eran como el eco, el remanente o la réplica de los que había sentido la tarde anterior dentro del tubo de una resonancia magnética.
Fue una noche extraña, porque impedido de dormir por el barullo me puse a escribir en un cuaderno, muy a la rápida y con una emoción inminente, un poema dedicado a la Virgen María, en el que aparecieron, si recuerdo bien, imágenes que había registrado en mi primer año de universidad, en el curso de literatura medieval de María Eugenia Góngora y en el de historia del arte, de Julio Molina Müller, que era un viejo poeta con facha de pintor impresionista, de quien aprendí palabras como “delicuescencia” y “turiferario”.
Posteriormente se perdió el cuaderno, o las hojas arrancadas donde estaba el poema, y ya no sé si lo retomé alguna vez, o mi voluntad de retomarlo se confundió en la memoria con la realidad, el hecho es que el texto dirigido a la Virgen no está en ninguna parte y cuenta entre las cosas pendientes de mi vida, porque hubo en su origen desesperado una promesa implícita.
El espejismo de ese poema inconcluso, o parcialmente imaginado, está despierto en mi mente. No tengo los detalles, pero sí la intuición de la Virgen con su manto y la resonancia de las letanías.
Tiempo después, una amiga que vivía lejos me pidió que la acompañara una noche en su casa, porque estaba sola y tenía miedo. Si algo entiendo son los miedos de esta índole, es decir, si un adulto me dice que le tiene terror al Cuco no lo pongo en cuestión, así es que acudí al llamado y me tocó alojar en la pieza que era de la hija de mi amiga, por cuya ventanita —a pesar de lo lejos— se veía la Virgen del cerro San Cristóbal. Era casi una estampa, un cuadrito nocturno en que el resplandor de su figura parecía una resonancia muda. Y pensé en la niña que dormía en ese lugar habitualmente, en la tranquilidad que la luz distante debe haber transferido a sus sueños.
Y hace pocos días, yendo en un taxi, de una calle a otra me quedé dormido y soñé que pensaba algo sobre la Virgen. Era esta frase: “Sentí que en su corazón resonaba el agua pura del vértigo”.
Una poeta me dijo que la palabra “resonaba” la encontraba excesivamente poética. A mí me pareció también insuficiente en algún sentido. He pensado en cambiarla por “resollaba”, que es más extraña si se la adjudica al agua corriente. En su primera acepción quiere decir “respirar con fuerza”. En la segunda, “dar noticia después de un tiempo una persona ausente” y “volver a hablar quien ha estado en silencio”.