Arturo Pérez-Reverte (1961) ha publicado unos 50 libros y fuera de sus primeros títulos (
La piel del tambor,
El club Dumas,
La tabla de Flandes), editados hace más de 30 años, su especialidad parece ser las series novelescas con una figura central que ejerce un rol preponderante. Es el caso de
Sabotaje, que completa la trilogía encabezada por Lorenzo Falcó. De ninguna manera puede aplicarse a Pérez-Reverte el refrán según el cual los vinos mejoran con los años. Por el contrario, a medida que ha pasado el tiempo el estilo del escritor español ha empeorado de forma ostensible, se ha tornado repetitivo y muestra caídas de alarmante infantilismo. Peor aún: en el caso de la saga de Lorenzo Falcó, basta con abrir cualquier página de sus tomos para encontrarnos con frases alambicadas o giros de increíble cursilería. El autor ibérico tiene que ser inconsciente de estos lastres, debe carecer de potencial crítico y quizá debido al éxito de ventas de sus obras, podría creer que concibe textos de una prosa elegante, en circunstancias de que constituyen una aglomeración verbal colmada de retorcidos lugares comunes, hasta el punto en que un lector perceptivo puede consternarse ante esta florida verborrea. Las cosas no mejoran con los personajes: todos son inteligentísimos, valientes hasta el delirio, superlativos en cuanto a apariencia física, dotados de medios dignos de un súperman o una súperwoman, poderosos, ricos o bien tontos de remate, feos que dan susto, torpes en cuanto a todo lo que hacen o dejan de hacer. El agente-espía-mercenario Lorenzo Falcó encarna el máximo grado de perfecciones imaginables: es tan guapo que derrite a todas, a absolutamente todas las mujeres que se tropiezan en su camino; posee tal coraje que jamás ha conocido el miedo; se viste con ropa tan exclusiva que daría envidia a un modelo o estrella del celuloide; en fin, como no hay ningún aspecto reprochable en él —pese a ser un asesino a sueldo—, deviene, a la postre, no solo caricaturesco sino un espécimen humano inexistente.
Sin embargo, hay que reconocerle algunos méritos a Pérez-Reverte y como ellos están a la vista en
Sabotaje, es preciso decir que si uno es capaz de saltarse sus defectos, la novela es entretenida, se lee de punta a cabo sin soltarla y resulta una historia en cierto modo interesante. Dos son los factores que contribuyen a verle el lado positivo a
Sabotaje. El primero de ellos dice relación con la gran capacidad de Pérez-Reverte para informarse, instruirse y documentarse y eso se nota a lo largo del volumen. Este atributo nos permite situarnos en la época en la que transcurre el relato, en las modas, en el cine, en la música, en los avisos comerciales, en los usos y costumbres, en la tecnología, en síntesis, en el ambiente social de París en 1937. El otro rasgo efectivo de Pérez-Reverte, al menos en esta ficción, reside en la soltura con la cual maneja los diálogos. A diferencia de tanto párrafo pretencioso o almidonado, aquí los diálogos son cultos y naturales, fluidos, parejos, ingeniosos y como
Sabotaje descansa en ellos, esta rocambolesca narración puede seguirse con un nivel de diversión.
Tras llevar a cabo un sangriento secuestro por orden de sus superiores de la policía política franquista, a Lorenzo Falcó se le encomienda una misión doble y más compleja en la capital francesa. Tendrá que llevar a cabo una costosa y sofisticada campaña para enlodar y arruinar la reputación de Leo Bayard, un conspicuo dirigente de izquierda e intelectual que ha luchado por el bando democrático, para finalmente liquidarlo. Y conjuntamente con lo anterior se encargará de destruir Guernica, el monumental cuadro que Pablo Picasso está pintando para la Exposición Universal, donde la República espera conseguir apoyo internacional. Falcó, ya lo sabemos, jamás ha tenido escrúpulos, por lo que gracias a su presencia y talento se introduce con habilidad en el círculo de Bayard y su pareja, la bella y destacada fotógrafa Eddie Mayo. En realidad se hace amigo íntimo de ellos, lo que le permite frecuentar a celebridades de quienes no tenía idea, como Ernest Hemingway —que en
Sabotaje se llama Gatewood—, el cual queda muy mal parado, sobre todo después de una pelea a puñetes con Falcó; o toparse con Marlene Dietrich y otras luminarias de entreguerras. La relación con Eddie y Leo, muy cercanos a Picasso, hace posible que Falcó también lo conozca y que el plan de arruinar Guernica se vea muy factible. Hay muchos otros actores de reparto que pueblan la intriga, aunque el trío Falcó, Leo y Eddie ocupa la sección principal de
Sabotaje. Y es un pretexto para que visitemos restaurantes, tiendas, mercados, calles y barrios parisinos o nos sumerjamos en el ambiente regocijado y febril que ahí reinaba antes de la Segunda Guerra Mundial.
La tarea de aniquilar a Leo prueba ser más difícil que desmantelar Guernica. Aun cuando Falcó sea un duro entre los duros, un tipo sin piedad, se siente peligrosamente atraído por Eddie y casi se diría que se enamora de ella. Esto constituye un serio obstáculo para sus propósitos; no obstante, cínico y amoral como es, poco le costará dejar de lado sentimientos que, según su parecer, son ciento por ciento prescindibles. Muy diferente es la situación que enfrenta para hacer pedazos Guernica, porque no sospecha lo que es el arte, la literatura, la historia, la cultura, la filosofía e incluso se jacta de ello. Así,
Sabotaje, con todas sus deficiencias, resulta una crónica curiosa.