Últimamente, Diane lo tiene difícil. Los días se le van en visitar a su prima, enferma de cáncer en el hospital; prestar ayuda en el comedor de beneficencia de su pueblo; seguir la pista de su evasivo hijo —quien, al parecer, ha vuelto a recaer en la adicción—, y estar al alcance de su círculo de amigas y parientes. Lleva tiempo jubilada, pero el tiempo se le escapa como arena entre las manos; tal vez porque las horas corren más rápido para los viejos, tal vez porque ella misma se ha puesto en el aprieto de ir a todos lados, de estar en todas partes.
Diane al volante, observando el camino frente suyo. Es la imagen que se repite, una y otra vez, en la apretada hora y media de la película que lleva su nombre. Estrechas y transitadas rutas urbanas y semirrurales, al norte de un nevado estado de New York; adormiladas calles, animadas por un constante ir y venir a través del compacto mundo en el que ha transcurrido su vida y que de un tiempo a esta parte parece cargado de finales, de desenlaces y muerte.
Encarnada con temple admirable por Mary Kay Place —clásica actriz de reparto estadounidense, que en medio siglo de carrera también ha sido cantante, guionista y directora—, nuestra protagonista no es ni melodramática, ni autocompasiva, ni lo bastante egoísta como para sentirse al centro de su historia. Donde más cómoda se la ve es en medio de los otros, inmersa en el goce del grupo, del prójimo. Kent Jones (quien debuta en la ficción, después de varias décadas como crítico de cine y documentalista), dice haberla modelado a partir de multitud de recuerdos familiares; años de ver a su madre, sus tías y otras parientes muy queridas moviéndose alrededor suyo; pero a diferencia de ellas, Diane está envejeciendo en un mundo de creciente soledad y desconexión, donde todo lo que ella tiene por precioso, por único, por suyo, se irá con ella. ¿Será que así ocurre a todos?
No es fácil responder esa pregunta si solo nos limitamos a hablar de películas. El cine casi siempre usa la muerte como recurso dramático y poco más: una movida de ajedrez que sirve para dar sentido a la partida, cerrar el círculo narrativo. Las muertes cinematográficas suelen estar diseñadas para probar un punto, castigar al malo o exprimir como sea las emociones de la audiencia. Así las cosas, resulta mucho más fácil llorar a los fallecidos prefabricados de “Avengers: Endgame”, que lidiar con las inquietantes certezas que Place y Jones van desplegando paso a paso en “Diane”.
En rigor, lo que va envejeciendo y muriendo en el filme no son solo los personajes, sino todo lo que les rodea. El paisaje, los lugares, la cultura, los empleos, el país al completo; todo parece reducido a un perenne estadio invernal dentro del cual los cineastas parecen haber encontrado un mínimo de energía para continuar y seguir adelante en estas jornadas sin sol.
No están solos. Se trata de un sentimiento común a muchos filmes americanos de la década, desde la fascinante “First Reformed” (2018) hasta “La La Land” (2016), pasando por “La carretera” (2010), “Birdman” (2014), “Inherent Vice” (2014), “The Hateful Eight” (2015), “Logan” (2017) y “La mula” (2019). Una cierta sensación de agotamiento, de límite alcanzado. Actividad terminal. Como si la fantasmal predicción lanzada hace exactos 40 años por el Coronel Kurtz al cierre de “Apocalypse Now” —“the horror, the horror”— estuviese ahí, a la vista. El final de las cosas.
Solo que “Diane” no se lo figura en clave tremendista. Nada de cierres operáticos, de pompa o circunstancia. En lugar de eso, un calmo y estoico marchitar.
Diane
Escrita y dirigida por Kent Jones.
Con Mary Kay Place y Estelle Parsons.
Estados Unidos, 2019. 95 min.
En Amazon
Prime Video.