Protocolo: Los familiares de los gobernantes podrán viajar en el avión presidencial, pero de pie.
No podrán acceder al servicio a bordo. En viajes largos llevarán su propio cocaví. Y ojalá frutas. Nada de viandas con comida caliente que emanen olores; ni galletas ni papas fritas, porque son ruidosas y llenas de los sellos-negros-de-Girardi: mal ejemplo para el resto de la tripulación.
Usarán los baños solo tras preguntar a viva voz si nadie más pretende entrar 10 minutos antes o después. Solo podrán evacuar del tipo 1.
Si van a hablar, deberán hacerlo en tono bajo y absteniéndose de utilizar palabras que puedan incomodar a viajeros sensibles. Por cierto, optarán por lenguaje inclusivo.
En caso de escalas, evitarán adquirir mercaderías en los “duty free”, para no menoscabar a personas sin el mismo poder adquisitivo.
Un instructivo así supongo que dejaría felices a quienes se oponen a que los jefes de Estado incorporen a su familia en las giras. Intuyo que el objetivo es que los parientes presidenciales no experimenten el “encanto de volar”, sino que lo sufran. Cualquier otra cosa sería un privilegio, que hoy es sinónimo de abuso.
Pero hubo una época en Chile y en el mundo en que las sociedades miraban de otro modo a sus gobernantes. Entendían que ellos tenía sobre sus hombros una responsabilidad enorme, que les implicaba ocupar toda su energía, 24/7, a favor del país. Y para que pudiesen hacer eso, por el bien de todos, la sociedad les proveía las condiciones materiales para que pudiesen dedicarse
full time a cumplir con nuestro mandato: que los convierte en mandatarios.
Entonces se les proveía de un automóvil con chofer, para que pudiesen trabajar o descansar mientras viajaban, pero también para evitarles riesgos, como chocar o atropellar a una persona en un accidente, cuestión que los desviaría de la pega para la que los queremos. Se les entregaba incluso una residencia de veraneo, en Cerro Castillo, para que pudiesen seguir ejerciendo su alto cargo durante las vacaciones. Se les ponían a disposición todos los recursos del Estado para cumplir el gran objetivo: conseguir que los chilenos tengamos mayor bienestar.
Es igual —análogamente— como cuando a uno le entregan un celular en la oficina. Algunos piensan que eso es un privilegio; otros, que es un metafórico método de esclavitud. Y quizás sea una combinación de ambos.
Todos los presidentes de Chile han viajado con sus familiares. Todos han invitado a parientes y amigos a Cerro Castillo (un mandatario incluso celebró el matrimonio de una hija en ese palacio).
Recuerdo que Michelle Bachelet iba a dejar a una hija al colegio en las mañanas en el auto presidencial, con escoltas y todo. Era un espectáculo. Encontrábamos tierno ver bajar a una niñita de pelito dorado de un vehículo grande, negro y poderoso. Y se opinaba que era un buen ejemplo del saludable equilibrio trabajo/familia. Era bueno para Chile.
Pero hoy esa misma imagen sería un escándalo. Sobre todo en Twitter, que es donde se ventilan las bajas pasiones.
Es cierto que han cambiado los estándares y que se toleran menos las “facilidades” que se les otorgaban antes a los mandatarios.
Pero hay que distinguir entre eso y la nueva tendencia de golpear al gobernante que nos cae mal donde más duele, en la familia.