Como buen ejemplo de cine de festival, “Burning” (2018), del coreano Lee Chang-Dong —seleccionada para Cannes el año pasado y hace poco estrenada en Netflix—, está jugada al misterio, a explicar poco, a dejar abiertas lecturas posibles. Aquí se propondrá una, que dará indicios sobre el final de la cinta, pero no es posible abordarlo de otra manera. Los lectores sensibles a los
spoilers eviten, entonces, el último párrafo.
En apariencia, la historia es en extremo simple. En uno de sus trabajos temporales, Jong-su (Ah-in Yoo), aspirante a escritor, se vuelve a encontrar con Haemi (Jong-seo Jun), una exconocida de la infancia que ahora trabaja como promotora de un supermercado. Ella lo seduce y le pide que, por favor, se haga cargo de alimentar al gato que quedará en su pequeño departamento mientras ella viaja a África. Cuando vuelve, sin embargo, Haemi llega acompañada de Ben (Steven Yeun), un tipo muy seguro de sí mismo, que vive en un departamento lujoso, maneja un Porsche y nunca confiesa en qué trabaja. Los tres comienzan a frecuentarse, pero, para incomodidad de Jong-su, cuyo padre es un modesto ganadero en la quiebra, ahora procesado por violencia a un funcionario público, Haemi prefiere la compañía íntima y el buen pasar de Ben.
Lee —que además de director, es novelista, exministro de Cultura y toda una eminencia en Corea— filma, hay que admitirlo, con fineza. No apura lo que no hay que apurar, pero tampoco deja la narración colgando innecesariamente. La agitación y abigarramiento de Seúl, los teléfonos celulares, las imágenes que llegan por televisión, la cercanía de Corea del Norte, las pellejerías del mercado, la intensa productividad del campo, todo entra en el cuadro. En su mirada, que evita énfasis o insultos a la inteligencia del espectador, Corea es una sociedad enérgica, algo caótica, donde los vínculos sociales tradicionales se han ido adelgazando y el tener más o menos dinero, como suele pasar en países capitalistas, dicta formas muy distintas de vivir.
La aparente simpleza del relato se resquebraja, sin embargo, cuando la cinta comienza a negar las certezas que una película más tradicional sí ofrecería. O las revierte. Jong-su, por cierto, es un protagonista extraño: desgarbado, introvertido, algo desorientado, parece un actor secundario de su propia vida, entre otras cosas, porque se declara aspirante a escritor pero ni siquiera sabe qué quiere escribir. Haemi, en cambio, parece tener la fuerza, la energía y la libertad interior que él desconoce. Ben, en tanto, es un dandi sonriente, enigmático, que evidentemente oculta aspectos de su vida o inventa otros. A Haemi, como muestra la escena en que se come una mandarina imaginaria, también le gusta inventar. Todos estos personajes están muy bien definidos. El desenlace de la cinta —violento, inesperado y algo fuera de registro—, sin embargo, obliga a ver lo presenciado bajo una nueva luz. En ella, Jong-su puede ser el protagonista, pero no es el “bueno” de la historia, la moral deja de estar a su lado. Hijo de un padre destemplado y de una madre ausente, pobre, despechado por la mujer que ama, debiera pintar como la víctima, pero el director decide ponerlo en el papel del victimario. El guapo de Ben puede ser odioso y despertar nuestras sospechas, pero ninguna de ambas cosas, vistas con un mínimo de distancia, lo convierte en culpable. El que la cinta rompa nuestras anticipaciones, en ese sentido, parece parte integral de su diseño. Es como si en ese quiebre quisiera poner en evidencia los prejuicios que existen respecto a pobres y ricos, y cuestionar la repartición de culpas entre clases sociales —ricos malos, pobres buenos— que la ficción ha alimentado, al menos, desde comienzos de la revolución industrial. La pregunta que sigue, lógicamente, es si Lee Chang-Dong pretende también liberarnos de esa culpa, otorgando inocencia a los afortunados y resentimiento y violencia a los desafortunados.
Burning
Dirigida por
Lee Chang-Dong
Con Ah-in Yoo, Steven Yeun, Jong-seo Jun.
Corea, 2018,
148 minutos.
En Netflix.