Todo el tejido vial de las ciudades que convive con aceras, cruces y espacios habitados debiera apuntar a bajar la velocidad de circulación. El principal sentido de esta medida es disminuir la cantidad de accidentes y su gravedad, asunto que es un beneficio tanto para los conductores como para otras víctimas inocentes y ajenas al sistema. El tráfico lento permite que los distintos modos –motorizados y no motorizados– compartan la calzada sin pistas segregadas, lo que redunda en un uso más eficiente del espacio.
La medida tiene múltiples efectos provechosos para la calidad de vida. A menor aceleración, frenazos y bocinazos, menor polución acústica. A menor velocidad, mejor visibilidad y acceso al comercio local. Al aumentar la seguridad para estar en la calle, se está propiciando que los grupos más marginados –niños y ancianos– reconquisten el espacio público. Al recuperar la calzada para el uso humano se contribuye a reconstituir lo comunitario en un barrio. Más peatones, más seguridad, más vida en la ciudad.
Pero la tendencia natural de los automovilistas de acelerar y optimizar la ruta hace que la sola indicación de una cifra de velocidad máxima sea letra muerta. Por ello, lo más efectivo son los obstáculos mecánicos, como los resaltos, angostamientos y, especialmente, los cambios de dirección. Siguiendo esta premisa, en algunas calles interiores de Providencia se han instalado barreras (unas muy poco agraciadas, por cierto, pero se entiende, por el carácter experimental de la medida). Situadas alternadamente a uno y otro lado, las islas resultantes obligan a los automóviles a zigzaguear. Llama la atención que, a pesar de ser una medida aparentemente de tránsito, estas barreras lucen el logotipo y número de teléfono de la división de seguridad comunal. Pero el asunto cobra mucho sentido cuando se comprende que al aquietar el tránsito también se está previniendo el delito. Un recorrido así de tortuoso, complica las maniobras del portonazo y el arranque a toda velocidad con un vehículo robado. Dificultar la velocidad es jugar a favor de la persona por sobre la máquina. Es reconocer la vulnerabilidad del cuerpo y devolverle el control en un espacio más seguro, más habitable y más humano.