Victoria Valenzuela (Valparaíso, 1982) ha publicado dos novelas con tramas que se sostienen sobre un mismo motivo central: la experiencia de traspasar fronteras, ya sea impuestas por los convencionalismos sociales y la moral al uso, o por los cercados que el individuo construye a su alrededor. La recompensa para quienes se atreven será el despojo de los atavismos o de las frustraciones autoimpuestas y la resolución de sus conflictos individuales, principalmente de identidad. Lo que pretende Victoria Valenzuela es contravenir ciertas expresiones de la conciencia binaria. En su primera novela,
Con permiso para amar (2016), cuestiona el binomio maternidad/feminidad con que los criterios patriarcales han definido desde siempre la naturaleza de la mujer. La infertilidad empuja a la protagonista a dejar atrás el mundo de las convenciones y los prejuicios, matrimonio incluido, para ingresar a otro donde realizarse como mujer es mucho más que ser simplemente madre. De forma más ambiciosa desde el punto de vista narrativo,
El hambre de las bestias presenta asimismo un mundo de estructura binaria con el que Victoria Valenzuela espera lograr el mismo propósito de su primera novela.
El hambre de las bestias desarrolla las historias paralelas de tres figuras que viven un presente marcado ya sea por una identidad ambigua o por la confusión existencial. Son personajes que enfrentan la frontera invisible entre los espacios antagónicos fundados por la conciencia binaria. Brandon es un joven transgénero cuyo
alter ego es Queen Medusa. Dirige una academia de baile para muchachos cuyas vidas están similarmente escindidas entre lo auténtico y lo impostado, y actúa en espectáculos travesti mientras sueña con conocer a Leiomy Maldonado, la famosa
drag queen vogue y llegar a ser él mismo una deslumbrante
drag queen internacional. Manuel es un pintor muralista callejero que vive en la ribera del río Mapocho atormentado por la culpa de haber sido el causante de la horrenda muerte de su hermano menor. Cristal García es la dueña de un salón de belleza que soporta un vida insulsa, escindida entre las apreturas económicas y pasajeros encuentros sentimentales que ha tenido tanto con hombres como con mujeres. Tres personajes a los que el relato pretende despojar de la categoría de “otros” que les asigna el prejuicio social y a quienes el lector encuentra en momentos previos a experiencias decisivas que los transportarán de un lado al otro de la frontera invisible: la relación amorosa que nace entre Brandon y Lady Doménica después que el primero ha recibido de manos de unos desconocidos una paliza que lo deja medio moribundo; la llegada del “Laucha” a la vida de Manuel, un niño vagabundo en quien el muralista ve la reencarnación de la figura de su hermanito fallecido años atrás y el reencuentro de Cristal con la única persona que ha dejado surcos perdurables en su experiencia afectiva.
Aunque las tres historias avanzan de forma más o menos paralela y cada una tiene una resolución diferente según sea el conflicto interior del protagonista, la historia de Brandon domina claramente sobre las otras dos. Sospecho incluso que escribir una novela centrada solamente en Brandon fue el proyecto original de la autora, proyecto al cual decidió posteriormente agregarle las historias de Manuel y el Laucha y de Cristal García. Aunque un tanto confusa debido a su desenlace a lo Ian McEwan, la historia de Brandon es la mejor armada del relato y la única a la que le conviene el título de la novela. Según Brandon, los transgéneros “no venimos a divertir a nadie, ni mucho menos a ser un bocadillo que muere devorado por las bestias de esta sociedad insaciable”. Esta secuencia posee, incluso, el mismo propósito redentor a que obedece el texto de
Con permiso para amar, propósito que las otras no comparten o lo hacen confusamente. Pero aún así, las dos novelas de Victoria Valenzuela nacen sin duda de una intención narrativa instrumental más que estética. No está mal, pero tampoco está muy bien.