“Durán en medio de un sopor confuso. ¿Dónde? No en esa infame galería, no en ese hotel; no, en el taller de Daniela quien, horas atrás, ha salido con el advenedizo de Javier Fontaine. Su cerebro una esponja, sin duda producto de la mezcla de benzodiacepinas, skunk y Jägermeister. Cuántas horas dormitando sobre la colchoneta. (.) Despierta, Durán. Control, control, pero qué difícil, qué contradicción. Tener que lidiar con un (posible) comprador. Obras que, momentáneamente, serán guardadas en el taller de Daniela. Mi Venus ya es un recuerdo, un mito. (.) No era mi intención que permaneciera. Nunca lo fue, recuerda haber dicho Durán en una de las entrevistas después del atentado en la exclusiva galería. Una docena de otras obras, la mayoría pinturas de una época anterior a la del Bio-Art, que no requieren ningún tipo de espacio o atmósfera especial para mantenerlas, llenarán, mientras se tramitan ventas y contratos, los pocos espacios libres del taller de Daniela. El (altamente posible) comprador se pasea (.), con aire crítico, ojos aguzados. Durán ha tomado un poco de distancia, no quiere intervenir, conducir la atención del hombre hacia ningún cuadro en particular. Solo”.
Transcribir este párrafo de
Sinestesia, la más reciente novela de Nicolás Poblete, ha sido una tarea agotadora, pues todo el volumen se sostiene en páginas y más páginas compactas, sin puntos aparte y de dificultosa comprensión. Tampoco es este un fragmento destacado en medio de la masa prosística atiborrada de palabras rebuscadas que conforman
Sinestesia. Como se podrá advertir al ojear el pasaje anterior, Poblete emplea la puntuación como le da la gana, abusa de extranjerismos, adjetiva de manera estrafalaria. Y es así a lo largo de toda
Sinestesia: vocablos ingleses o de otros idiomas (
cool, quite a character!), calificativos absurdos, repeticiones, etc. Los diálogos están metidos con calzador en medio de carillas cerradas, por lo que raramente sabremos quién está hablando. A primera vista
Sinestesia da la impresión de un relato complejo y docto. Sin embargo, esa impresión se disipa al comprobar que Poblete ha optado por complicar las cosas, dejando al lector en ayunas.
El término sinestesia posee un significado literario: figura retórica que consiste en la atribución de una sensación a un sentido que no le corresponde. Por ejemplo, este recurso es perceptible en las locuciones verde pato, se escucha la oscuridad, olores nostálgicos. No se advierte que Poblete hubiese considerado dicha significación mientras elaboraba su última publicación. En cambio, está a las claras que seleccionó esa afectada voz porque le gustaba o bien porque es desacostumbrada.
Por plantearlo de alguna manera, el tema de
Sinestesia es el BioArt, al parecer muy de moda en los días que corren. Los individuos que lo practican utilizan materiales orgánicos de todos los orígenes posibles. Un cuadro, una
performance, una instalación basada en el BioArt contienen restos de animales; desechos corporales; plumas de gallinas; compuestos de especies exóticas, inclusive excrementos humanos. Presumiblemente, los bioartistas pondrían en jaque el concepto de la creación, enjuiciarían a la estratificada sociedad chilena del presente, romperían con los esquemas de lo que suponemos es la disciplina artística. Por desgracia, es preciso citar un lugar común con respecto al BioArt: nada nuevo hay bajo el sol. Y nada que construyan los bioartistas, con elementos que van desde alas de murciélago a zapallos, posee rasgos novedosos ni mucho menos escandalosos. No obstante, sus cuadros se exponen en galerías nacionales o extranjeras y muchas veces alcanzan precios estratosféricos.
Durán es el protagonista de
Sinestesia y los demás personajes son Daniela; Alme, enana que oficia de modelo para Daniela; Oliverio; Javier, en rigor un chef; Tristán y otra serie de caracteres que entran y salen sin dejar huellas, a menos que tengamos por tales su participación en el BioArt. Claro que llamar personajes a sujetos que carecen de todo interés psicológico, de cualquier aspecto que los haga distintivos —salvo ciertas caricaturas—, de todo atributo que provenga de una conciencia narrativa, quizá sea ir lejos. Esto se debe a que en Sinestesia no hay interlocutores convincentes, historias, anécdotas, episodios, conflictos, acción, enfrentamientos entre unos y otros, progresión dramática o al menos algo parecido a lo que esperamos de una novela. Tal vez sea un manifiesto, tal vez sea un comentario social, tal vez pueda constituir una parodia a los círculos que hoy por hoy se dedican a generar sospechosos engendros que pasan por objetos cultos. Pero de ninguna forma Sinestesia alcanza el estatuto de novela.
Este es el undécimo libro de Nicolás Poblete, cuya carrera, iniciada en 2000, abarca ya dos décadas. Y viene precedido por otros de genuina calidad:
No me ignores (2010),
Cardumen (2012),
Si ellos vieran (2016) y las notables colecciones de cuentos
Frivolidades (2008) y
Espectro familiar (2014). En todos ellos hay talento, humor, gracia, un estilo trabajoso, si bien nunca pesado, unido a una auténtica peculiaridad, que en ocasiones linda con la extravagancia. El autor siempre ha jugado con el experimentalismo y lo excéntrico, logrando por lo general buenos frutos. Con todo, no basta con la excentricidad para concebir argumentos valiosos y
Sinestesia es una prueba contundente de esto.