La cámara sigue al chico mientras corre, por casi un minuto y medio. Sin palabras. Solo se escuchan sus pasos, el cantar de los pájaros, el discurrir de un arroyo muy a lo lejos y de pronto el rumor de las olas. Después de escapar del reformatorio, después de huir durante toda la película, Antoine Doinel ha llegado por fin al mar.
Todo lo que le rodeaba al principio del relato se ha desvanecido: su madre y su padrastro, más ocupados de sí mismos que de formar un hogar; sus ruidosos compañeros de curso, a los que trataba de capitanear en el caos del colegio; las películas que veía a escondidas y sin pagar entrada; esa foto de Balzac, a la que prendió velas causando un pequeño incendio en su pieza; incluso René, su compinche, su mejor amigo, dedicado quizás a qué cosas, después que Antoine cae preso por robo y es enviado a ese reformatorio que también desaparece para siempre una vez que el chico llega al agua, chapotea, mira a la cámara y la imagen se congela. Su historia llega hasta aquí, no puede continuar.
Cuando a François Truffaut le consultaban por qué había decidido concluir precisamente ahí “Los 400 golpes” —su ópera prima, que el 4 de mayo pasado festejó 60 años de su debut en Cannes—, la respuesta solía ser evasiva: su idea era homenajear un bellísimo plano secuencia que Akira Kurosawa había incluido en “Rashomon” (1950), pero era evidente que se trataba de una verdad a medias; eso, porque él mismo se había encargado de sugerir que mucho de lo que Antoine vive en el filme le había ocurrido antes a él mismo. El vacío familiar, las rebeliones escolares, los tempranos arrebatos de vocación literaria, la sensación de acorralamiento. De hecho, aunque nunca se fugó de un centro de detención juvenil, sí cayó preso en 1952, tras intentar desertar un par de veces del ejército francés, en el que impulsivamente se había enrolado a los 18 años.
Si la identificación entre creador y personaje hoy no nos resulta total, es porque la película posee un segundo autor en la figura de Jean-Pierre Léaud, quien a sus 14 años habitó la piel de Antoine con tal soltura y pasión que, eventualmente, motivó a François a desprenderse de su “doble” dejando al joven actor la tarea de contemplar esa figura en el espejo al cumplir los 17, 24, 26 y 35, en cuatro secuelas que a lo mejor profundizaron el relato (sobre todo “Besos robados”, de 1968), pero jamás consiguieron rozar siquiera el misterio que comporta el crecer, madurar, dejar atrás; todos atrapados de forma inolvidable en la primera entrega. ¿Para qué insistir en otras? A fines de los 70 y en vísperas de la quinta cinta de la serie —“El amor en fuga”—, el propio Truffaut se echaba la culpa, declarando con amargura que había recurrido a contar una última historia de Antoine para salvar a su empresa de una inminente quiebra, y que el heroico Léaud había puesto el pecho a las balas. Nunca llegaron. El público adoraba al personaje (y la sensación de ir creciendo junto a él).
A veces me pregunto si de haber vivido unos cuantos años más —falleció en 1984, con solo 52 años—, François se habría animado a filmar nuevas aventuras de Antoine. Mejor no perderse en vanas quimeras. Me queda el consuelo de que, poco antes de morir, decidió viajar a la costa de Normandía, rumbo a aquella fría playa de Honfleur donde un cuarto de siglo antes había filmado esa última escena; la que dio origen a su carrera de cineasta, a la Nouvelle Vague, al mito de Antoine. No más escape. Estaba volviendo a casa.