Tiene la palabra “disciplina” al menos tres conceptos, según la RAE: el que denomina a un arte o una ciencia, el de la instrucción de una persona sobre cuestiones doctrinarias de moral y el de la observancia de las normas propias de una profesión. Es evidente que estos tres conceptos están vinculados entre sí, y parece importante reconocer que el relacionado con la profesión depende de la consistencia moral del individuo; es decir, de su auténtico compromiso con el mundo que lo rodea. Hago este prolegómeno semántico para abordar un tópico que reverbera con fuerza en nuestra sociedad en los últimos días: el de la presunta sobrecarga de trabajo a la que están sometidos nuestros estudiantes universitarios, especialmente los de las escuelas de Arquitectura, que han sido quienes han hecho una pública denuncia al respecto.
¿Sufren o exageran? ¿Ha sido distinto alguna vez? ¿Es este reclamo el privilegio reivindicatorio de las nuevas generaciones? Mi primera reacción es intentar evaluar mi propia experiencia de estudiante, con la perspectiva de toda una vida y una carrera. Son buenos recuerdos, en general. Lo sufrido, si es que puede llamarse así, fue siempre aceptado como parte de un propósito autoimpuesto; un sacrificio. En lo que concierne al trabajo, me vi algo perplejo en los primeros años, desorientado en las metas y por lo tanto impreciso en la administración del tiempo, pero mucho más confiado y certero más tarde, disfrutando del oficio y de la competencia, con más control de mis decisiones y de mi tiempo. Es que el método de la enseñanza de la Arquitectura –que ha sido y será un debate sin acuerdo desde que se estableciera como disciplina académica en el siglo XIX– mantiene en su núcleo conceptual, más allá de las numerosas materias objetivas que la conforman, las mismas condiciones y dificultades de cualquier arte para su conocimiento y transmisión. Las artes son cuestión de apreciaciones y sensibilidades, intrínsecamente subjetivas, fundadas sobre la más vasta cultura y el mayor cuerpo de conocimiento posible sobre la disciplina misma, comenzando por su historia.
El profesor de Arte o Arquitectura, además de transmitir sus propias sensibilidades y oficio, solo puede educar intuiciones. El estudiante debe enfrentarse a sus propios e íntimos laberintos y demorarse en ellos más o menos, según sus propios experimentos, configurando sus metas por aproximaciones sucesivas, retroalimentaciones, ensayos y errores. En este atávico escenario de incertidumbres y sufrimiento del que me temo ningún estudiante de Arquitectura podrá jamás escapar, él mismo logrará, como en una epifanía, dar un salto de irrevocable madurez una vez que descubra la facultad de dar un corte enérgico al proceso creativo y destinar estratégicamente sus escasos recursos a terminar el dibujo.