Inquietud en las cuerdas, maderas, bronces, un bombo en trémolo, y el corno tenor suelta un lamento que es también una sentencia. Campeón de los comienzos de alto impacto, Mahler reserva para su Séptima sinfonía (1906) este momento estremecedor al que no hay cómo desatender: todo es incertidumbre en la noche tenebrosa.
El martes, en el concierto de gala de “El Mercurio”, en el Municipal de Santiago, el director chileno Paolo Bortolameolli y la Orquesta Filarmónica hicieron una magnífica entrega de esta entrada crucial, con el notable Mauricio Arellano (corno tenor) en la presentación del tema que recorrerá este movimiento, marcado Langsam-Allegro risoluto ma non tanto, y que es tan rico en ideas y desarrollos, tan saturado de colores orquestales, que es casi una obra en sí mismo. Aquí están, también, los albores de lo que será la música sinfónica que seguirá en Occidente.
Bortolameolli no evade en ningún momento los cambios de ánimo —metro, tono, modos— y a veces arrebatos que tiene esta obra: con enorme sensibilidad musical, acentúa los momentos elegíacos, como la marcha que está hacia el final de la primera parte, el dulzor exquisito de las dos Nachtmusiken, el carácter gitano del dúo de chelos en la primera de ellas, y sobre todo el colapso del vals que es el Scherzo, justo en medio de la sinfonía. Aquí la noche es intranquila mientras Mahler pinta el derrumbe de la tradición y muestra también nuevos derroteros: ya estamos definitivamente en el siglo XX.
Pocos parecen comprender bien el Rondo-Finale de la Séptima. Algunos comentaristas dicen que, como está en un exultante Do mayor, se trata de la superación de la noche con un amanecer luminoso. Pero esas asociaciones no son adecuadas si uno atiende a la música misma, que está lejos, muy lejos de lo apacible y esplendoroso, y más cerca de una ironía que es como un esmeril. Desde el público, suele apreciarse una lucha, un galimatías de ideas, impulsos irresolutos que se suceden con vértigo y varios finales falsos, extenuantes: siempre hay más y más motivos, nuevos o recuperados. Pero Bortolameolli entiende e hizo entender: con mano firme y voluntariosa, sin cejar en el tempo frenético, consiguió lo que pareciera ser casi imposible: un sonido limpio, con contornos muy definidos, con jerarquías precisas, que clarificó esta música en momentos alienada, siempre con fidelidad a las indicaciones del compositor. Un triunfo.
Antes se había entregado el estreno absoluto de “Nocturno”, del chileno Miguel Farías, una obra elegante, romántica, finamente orquestada y que en buena parte es un bolero de esos plácidos que se bailan a la luz de la luna, dándole otra forma a la noche. Excelente.