El último libro del profesor Fukuyama, “Identidad”, tiene como subtítulo “La demanda por dignidad y la política del resentimiento”. Con la agudeza que lo caracteriza para identificar tendencias en la sociedad contemporánea, en su obra él analiza esta creciente exigencia, que responde a una parte integral de la psiquis humana y es uno de los elementos más movilizadores del ser humano, junto a eros y al deseo de poder. Se trata del thymos, esa parte del alma que necesita, añora y exige el reconocimiento de su dignidad. Por otra parte, la isothymia sería la demanda de ser valorado como un igual en relación a los otros, y la megalothymia, el deseo de ser considerado como superior. Advierte el autor que cuando estas ansias no son satisfechas, las personas sienten ira y vergüenza, y se debilita su identidad, lo cual constituye un caldo de cultivo para el resentimiento subyacente al surgimiento de las tendencias populistas actuales.
Si bien la igual dignidad de todos es una aspiración moral y forma parte integral del ethos cristiano, esta idea no adquirió expresión política sino hasta hace poco más de dos siglos, cuando un sistema basado en el reconocimiento de solo algunos grupos pasó a ser sustituido por otro, basado en el propósito fundamental del reconocer igual dignidad a todas las personas. Según Fukuyama, las democracias liberales prometen y entregan al menos un grado mínimo de igual respeto para todos, encarnado en los derechos individuales, el Estado de Derecho, la igualdad ante la ley y la participación en la elección de sus gobiernos.
Lynn Hunt, en su gran obra “Inventando los derechos humanos”, da cuenta de cuáles fueron las alteraciones en la mente humana que permitieron incorporar al acervo político occidental esta idea de una persona acreedora de respeto por su valor intrínseco, al margen de sus diversas condiciones económicas o sociales. Ello ocurrió cuando las personas pudieron ser sometidas a experiencias nuevas que fueron transformando su sensibilidad, especialmente tras la proliferación de la novela en el siglo XVIII europeo. Su lectura permitió a un público cada vez más amplio sentir como suyas las más variadas experiencias, más allá de las divisiones de las clases, los sexos o las nacionalidades. Lo que hace la ficción —y de allí su importancia para formar un buen ciudadano— es que nos permite identificarnos con caracteres comunes y corrientes, cuyas historias nos impactan como propias, y con sus personajes sufrimos y lloramos. Esa experiencia condujo a un cambio en la comprensión humana y al surgimiento de un sentimiento nuevo, que se refiere a la “simpatía” o “empatía”, y como corolario de ello nos brinda la posibilidad de pensar en los otros como semejantes a nosotros mismos en una forma fundamental.
Nadie entendió mejor que Adam Smith esta necesidad por reconocimiento, por ser visto, por ser percibido con “simpatía” y admiración. Es más, explica muy bien la conexión que este sentimiento tiene con el interés económico. En efecto, rechazaba la pobreza no tanto por consideraciones de privación material, sino porque, como dice, el hombre rico se glorifica en su riqueza, siente que de ese modo atrae la atención del mundo y recibe todas las agradables emociones que esta situación le provoca. El hombre pobre, por el contrario, tiene vergüenza de su condición y se siente invisible ante la total indiferencia de muchos por su sufrimiento y miseria.
Fukuyama cree que este miedo de las clases medias a perder su estatus, a retornar a la pobreza, a la falta de reconocimiento, a quebrantar su dignidad y poner en jaque su propia identidad, es hoy día la mayor amenaza a la democracia. De esta amenaza no estamos excluidos, con una clase media vulnerable y más de dos millones aún en pobreza. Lo grave es cuán poco figura este diagnóstico en la discusión pública.