Enrique Lihn, poeta chileno de la década del 50, al ser notificado por su médico de que le quedaba poco tiempo de vida, ya que su cáncer era terminal, se apresuró a comprar un cuaderno (en el que siempre escribía sus poemas) para comenzar un “Diario de muerte”. En dicho diario consigna todos los temores, rabias, angustias propias de un condenado a muerte. Hay un par de versos de esa bitácora terminal que siempre me han estremecido: “Hay solo dos países: el de los sanos y el de los enfermos/ a veces se puede gozar de doble nacionalidad/ pero a la larga, eso no tiene sentido”.
Los recordé hace unas semanas, cuando tuvimos que llevar en una ambulancia a un hijo a la urgencia de una clínica de mucho renombre, pero —como dice Cervantes al comienzo del Quijote— “de cuyo nombre no quiero acordarme”. Y los volví a recordar no en ese momento angustioso cuando recién llegamos a la clínica. No. Los recordé —una vez pasados los momentos críticos— al ir a pagar esa “pasada” por la urgencia. Me atendió una amable señorita, ya curtida y acostumbrada a recibir la rabia y molestia de muchos pacientes que, al momento de pagar, no sienten que les están cobrando, sino asaltando. Esas ejecutivas de algunas clínicas han debido pasar, imagino, por todo tipo de coaching (incluido el “ontológico”) para surcar los duros mares de la rabia e impotencia de los usuarios.
En nuestro caso, por supuesto, el seguro escolar y familiar no cubrió lo que tenía que cubrir: ahí apareció una de esas “letras chicas” que dejan al paciente —que ya es de por sí un indefenso— más indefenso aún. He llegado a pensar que “la letra chica” es una especialidad del derecho chileno. Algún día habría que escribir un libro con este título: “Chile: la letra chica”. El seguro no cubría la ambulancia. Bastaba que se hubiera hospitalizado a nuestro hijo para hacerle de inmediato los exámenes de rigor, y la letra chica no hubiera funcionado. La decisión de darle el alta hizo caer sobre nuestras cabezas (o bolsillos) el sablazo implacable de la usura, esa que hace que hoy Hipócrates se revuelque en su tumba cada vez que uno de sus juramentados ya no ve en frente suyo a un paciente, sino a un cliente.
Para ser justos, hay que decir que muchísimos médicos siguen teniendo verdadera vocación de servicio (tal vez un resabio de la gran tradición de la medicina pública chilena). Pero el demonio ya instaló su quiosco a las salidas de algunas clínicas para ofrecerles a las nuevas generaciones de galenos la compra de sus almas con suculentas ofertas, muchas veces difíciles de rechazar. ¿Cómo conciliar Ética y Mercado? “Una pregunta a la hora del té” —como diría Nicanor Parra—. Entiendo que no hay fórmulas mágicas y esta es la columna de un paciente, no de un especialista en salud.
Pero volvamos a los versos de Lihn citados más arriba: “hay solo dos países, el de los sanos y el de los enfermos”. Si hay una grieta que quiebra en dos hoy Chile es la salud. Y en el país de los enfermos no solo están los más pobres, sino una clase media que, con una o dos pasadas por urgencia de una clínica privada o una enfermedad grave, termina perdiendo muy rápidamente todo lo que había ahorrado o capitalizado después de una vida de trabajo y esfuerzo. Pienso en un profesor, en un pequeño empresario, en todos los que pagan todos los años impuestos cada vez más draconianos para que después los despilfarre un Estado que piensa más en cómo llenar sus arcas que en ser el Arca protectora de sus habitantes. La Salud es una de las heridas todavía abiertas del Desarrollo chileno. El país de los enfermos endeudados y empobrecidos crece y siento que ese país puede terminar tragándose al país sano. Nuestro desarrollo económico será un desarrollo cojo, incompleto, enfermo, si alguien no hace un buen diagnóstico a tiempo en la posta de urgencia de nuestra frágil Modernidad, aún en plena construcción.
Urgente, urgente, el país de los enfermos está en el suelo y no hay quien lo atienda. ¡Hay que llamar a la ambulancia ahora!