Los compañeros de viaje son grave dificultad de los desplazamientos por ese mundo ancho y ajeno. Como los parientes, no se los elige, sino que, sencillamente, tocan. Y a menos que Usía vaya protegido por los artilugios que, en
business, lo separan del entorno, no tiene más remedio que hacer de tripas corazón y contestar con algo más que monosílabos, para no parecer bestia incivilizada. Pero, ¿qué se puede hacer cuando la
miss instalada al lado inicia la conversa (con ocho o diez horas en blanco por delante) con un “de qué signo eres”?
Nos tocó de vecino, un aciago día, un ciudadano que venía angustiado y farfullante, y nos miraba con cara extraviada. Bueh, no hubo más que interesarse por aquel doliente, cuya vida, en rasgos generales, conocíamos ya a las cuatro horas de vuelo. Durante las cuatro siguientes procuramos, espantándonos el sueño, desenredarle un poco la madeja y, a las diez horas, se quedó repentinamente dormido. Se bajó en la escala siguiente, tan confuso y desorbitado como cuando se subió. Nunca más lo vimos.
Las molestias son variopintas. En un vuelo de vuelta de Milán, se nos sentó al lado una pareja de viejos encantadores, pero llenos de sospechosas bolsas. Cuando llegó la hora de comer, las azafatas no pudieron ponernos las bandejitas con el pienso, porque la vieja había desempacado platos, botellas, vasos, jamones, panes, y cortaba rotundamente, toda codos, con gestos amplios de estar en su cocina
contadina, grandes rebanadas de pan y tajadas de
prosciutto así tamañas, y otras de un queso tan delicioso, al parecer, como fétido, con las que alimentaba al viejo.
Otra vez, volviendo desde Madrid, fuimos compañeros de ruta de dos chinos que iban dando la vuelta al mundo sin pronunciar una sola palabra que no fuera chino (y algún dialecto habrá sido). Tenían que bajar en Buenos Aires para llegar a Asunción, desde donde partía, incomprensiblemente, su vuelo de regreso al Celeste Imperio. Naturalmente, no leían ni castellano ni inglés. Ahí fue Troya: dos filas del avión tratando de darles las instrucciones del caso que, seguramente, jamás entendieron. Pero solo nosotros, sus vecinos, aspirábamos el aroma de esos zapatones (¡y calcetines!) que habían caminado, sin “recambio”, desde hacía meses.
Hay respiros, sin embargo. En un viaje a Bogotá con Lucho Vargas Saavedra, hablamos seis horas, parando la boca apenas para tragar saliva, de los temas más entretenidos y con tanto deleite que llegamos a destino sin saber siquiera qué comimos.
El suflé, manjar
ad hoc por lo liviano e inconsistente, es apropiado para estos vuelos.
Suflé de quesoHaga salsa blanca espesa con 100 g de mantequilla, 100 g de harina, ½ L de leche. Incorpórele 125 g de gruyere rallado. Enfríela. Incorpórele luego, con movimientos envolventes, sin mezclar del todo, 5 yemas y 5 claras batidas a nieve. Sal, pimienta. Distribúyala en moldes enmantequillados individuales. Hornéela, a fuego moderado, 45 minutos.