La estación de las mujeres, última novela de Carla Guelfenbein, nos deja con gusto a poco. Y esto no significa nada negativo: la obra posee un considerable desarrollo temático, dista de ser esquemática y tampoco se limita a presentar estados de ánimo pasajeros. En verdad ocurre algo muy diverso: en menos de 150 páginas en las que no sobra ni falta nada, Guelfenbein proporciona un cuadro psicológico existencial denso, explícitamente femenino, que es actual y también se remonta al pasado, logrando un texto que está cerca de ser consumado. La escueta longitud de
La estación… puede llamar a engaño y dar la impresión de que se trata de un anecdotario fácil, pero si pensamos eso nos equivocamos por completo. Esta ficción, de apariencia liviana, posee una complejidad por momentos laberíntica, una concentración admirable y una garra que la hace muy atrayente y emotiva de principio a fin.
Guelfenbein es desde luego una narradora inteligente, talentosa, que posee la gracia adicional de escribir como si lo que estamos leyendo fluyera mientras piensa, en circunstancias de que pocos como ella deben trabajar tanto cada palabra, cada frase, cada párrafo. En
La estación… ello queda demostrado de modo cabal y así la recia, aunque muy sutil crónica que tenemos frente a nosotros, no puede ser sino el resultado de una ardua labor. Es sumamente difícil obtener un producto literario semejante, exiguo y a la vez vigoroso, por todo lo cual es posible releer
La estación… sin temor a toparse con repeticiones, cacofonías o sobresaltos muy frecuentes en la novelística del presente. Por último, Guelfenbein posee la sana costumbre de publicar libro tras libro tomándose varios años en su preparación, al contrario de colegas suyos, que sacan títulos con demasiada frecuencia. Y ello, por cierto, explica una trayectoria narrativa y una carrera de creciente calidad, de penetrante expresividad, de aguda percepción de la naturaleza del alma. Y si comparamos los primeros ejemplares cuya autoría pertenece a Carla Guelfenbein, con aquellos de fechas más recientes, es evidente que ha habido una notable evolución.
Cinco son las mujeres que protagonizan este relato y sus nombres corresponden a los diferentes capítulos del volumen. Margarita es quien inicia la procesión y muy al comienzo, proporciona la sensación de que tiene poco que hablar; sin embargo, a medida que avanzamos en
La estación…, nos damos cuenta de que es un ser humano muchísimo más matizado, muchísimo más contradictorio de lo que en principio semeja. Chilena, cincuentona, con la poco distinguida profesión de profesora primaria, acompaña a su marido, Jorge, mientras este realiza estudios de posgrado en el Barnard College, de Nueva York; dichas materias, de carácter científico, no nos son reveladas, salvo en algunos mensajes de celular que, llegado el desenlace, dirige a su esposa, la cual comete el pecado mortal de ausentarse del hogar por un día. Deliberadamente, Guelfenbein se refiere a él, así como a los demás hombres que surgen en la trama como sombras, espectros, reflejos de sus parejas, por no decir que de frentón estamos ante peleles. Margarita sospecha, con o sin fundamento, que Jorge la engaña con alguna o algunas de sus alumnas, considerablemente más jóvenes que él; no obstante, la heroína, varada, sin amigos, prácticamente una isla en el inmenso archipiélago de la metrópolis, no es histérica, rabiosa, reivindicativa y está lejos de pertenecer al grupo de señoras que hacen escenas. De modo que decide ocupar la involuntaria libertad que se le ofrece para acudir a la monumental biblioteca universitaria, con el fin de investigar casos de personas cuyo paradero se desconoce, si bien tal ocultamiento se debe a decisiones personales y no a la represión estatal. “Cómo desaparecer en América sin dejar rastros”, es un tratado que llama poderosamente su atención, puesto que describe un hecho común y corriente en Estados Unidos, aplicable sobre todo a jóvenes que, de un momento al otro, optaron por desvanecerse sin dejar rastros. Antes de internarse en estas pesquisas cuesta arriba, Margarita —o Guelfenbein— nos regala espléndidos refranes de Jenny Holzer, desconocida entre nosotros, aun cuando resulta irresistible transcribir uno que es particularmente estremecedor: “Protégeme de lo que deseo”. A Margarita, de más está decirlo, le interesa menos que un comino protegerse de nada en el camino que emprende para encontrar a Anne, trabando conocimiento con su madre, Lucy, quien nunca más volvió a saber de su hija. Así, ciertos pasajes especialmente conmovedores de
La estación… se hallan en los diálogos que sostienen Lucy y Margarita, con el propósito de dar con pistas que conduzcan a Anne.
La segunda dama a la que Guelfenbein convoca en
La estación… es Doris Dana, la compañera, el amor y albacea de Gabriela Mistral; en una noche de pasión que pasa con Aline, amiga de la infancia y en la subsecuente fiesta con el jet set neoyorquino, revive las apasionadas, hermosas y viscerales cartas que le ha enviado Gabriela. De familia afluente, con una educación esmeradísima, Doris estuvo además dotada de una hermosura radiante, distinguida, extraña y su rostro es extraordinariamente parecido al de la gran actriz Katharine Hepburn. A continuación, comparecen Juliana y Elizabeth, ambas muy distintas a las anteriores, bien que, a la larga, las vidas de todas se entrecruzan hacia el logrado final de
La estación…La estación de las mujeresCarla Guelfenbein, Editorial Alfaguara.
Santiago,2019. 136 páginas.
$12.000
NOVELA